Por Jorge Riquelme y Juan Pedro Sepúlveda.- “Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno”. J.D. Salinger.
El debate sobre los efectos de la globalización en la seguridad internacional no es nuevo. Se trata de una discusión que cobró fuerza a mediados de la década de los noventa cuando, desde el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) se acuñó el concepto de Seguridad Humana en 1994. En el plano hemisférico esta reflexión decantará en la Declaración sobre Seguridad en las Américas, suscrita en México en octubre de 2003. La idea que trascendería esta renovada reflexión era que el contexto internacional contemporáneo suponía una ampliación y un cambio en los tipos de conflicto y en las tradicionales amenazas y retos que debían enfrentar los Estados. A los clásicos desafíos militares se habían unido una serie de nuevas amenazas relacionadas con la marginalidad, los ilícitos transnacionales, el terrorismo, la degradación del medio ambiente, los desastres naturales, así como las violaciones sistemáticas sobre los derechos humanos, entre muchos otros.
En dicho marco, determinado por la incertidumbre, se volvía difusa la otrora perceptible distinción entre aquellos retos y amenazas internas y externas, o entre asuntos civiles y militares, volviéndose la separación entre seguridad y defensa un tema cada vez más cuestionable. Se estaba en presencia de un contexto marcado por la volatilidad y la complejidad, un “tiempo líquido”, en los términos sugeridos por Zygmunt Bauman, que desde el arte a las ciencias naturales, pasando por el ámbito militar, experimentaría variados cambios, con las consecuentes crisis de paradigmas.
Desde el ámbito militar, con la notable influencia de la Academia de Guerra del Ejército de los Estados Unidos, se comenzó a utilizar el acrónimo VUCA, dando cuenta de un escenario global marcado por la Volatilidad, Incertidumbre (Uncertainty), Complejidad y Ambigüedad. Como señaló en su momento Harry Yarger, se estaba en presencia de un nuevo sistema internacional con diversos subsistemas y componentes, con una densa e indefinida red de interacciones, cuyas únicas características constantes eran la multiplicidad, diversidad e interdependencia. Su carácter esencialmente complejo derivaba de las dificultades de establecer cualquier tipo de predicciones.
En estos días, la complejidad y variedad de las amenazas que se ciernen sobre los Estados y sus sociedades y la carencia de todo tipo de predicción se han hecho particularmente evidentes con la expansión del COVID-19, una pandemia que está poniendo a prueba la capacidad de los Estados en el plano interno y los tradicionales supuestos de la convivencia global, atizando la crítica sobre los organismos intergubernamentales y el derecho internacional, socavando las bases mismas del orden liberal construido tras el fin de la segunda Guerra Mundial.
En el plano de la paz y seguridad internacionales el COVID-19 está concentrando gran parte de la agenda internacional, con sus severos y atroces efectos. Como diría Nassim Taleb, en este ámbito la pandemia se ha transformado en el “cisne negro”, es decir, un elemento inesperado e impredecible que está teniendo efectos radicales en cada ámbito de la vida humana y en una escala global. Como nunca antes, la pandemia nos ha demostrado que asistimos efectivamente a un “tiempo global”, donde el confinamiento está siendo aplicado, con mayor o menor intensidad, a lo largo del globo.
Sin duda, la expansión de la pandemia ha puesto en discusión nuevamente la denominada crisis del multilateralismo, como estructurador de la gobernanza global y catalizador de la convivencia internacional, ante un notable auge del nacionalismo y las visiones más soberanistas. Esta crisis se ha visto agudizada por un contexto mundial marcado por una suerte de nueva Guerra Fría entre potencias tradicionales y emergentes.
En esta línea, es evidente que desde diversas vertientes se percibe al multilateralismo como un mecanismo poco apto ante los complejos desafíos globales, como son la respuesta para enfrentar la pandemia actual y el cambio climático. Pero es el COVID-19 el que más fuerte ha afectado el multilateralismo, en tanto representa un punto de inflexión que impactará con fuerza en el sistema internacional y, probablemente, en parte de su estructura fundamental: las Naciones Unidas. Antonio Guterres ha señalado en una carta dirigida a los 193 Estados Miembros de la Organización que “los impredecibles ingresos de efectivo, agudizados por la crisis mundial que representa la pandemia de COVID-19, amenazan gravemente nuestra capacidad para ejecutar los mandatos que se nos ha confiado.” Guterres ha hecho un llamado a la comunidad internacional para afrontar las consecuencias socio-económicas de la pandemia del coronavirus con una “respuesta multilateral a gran escala” que represente al menos el 10% del PIB mundial ya que la actual crisis “es la peor desde la segunda Guerra Mundial”.
En su informe “Responsabilidad compartida, solidaridad global: respondiendo al impacto socio-económico del COVID-19”, que aglutina todos los pronósticos y evaluaciones que los organismos de Naciones Unidas e internacionales han realizado en el último tiempo sobre la actual crisis del coronavirus, Guterres pide “un plan de solidaridad que salve vidas, dé acceso universal a las vacunas, inyecte liquidez en el sistema y frene la hemorragia del desempleo, una acción global más robusta y eficaz en la lucha contra el virus.”
En este orden de ideas, es evidente que el Consejo de Seguridad ha reaccionado con poco protagonismo en torno a la crisis de la pandemia. No se ha realizado un debate sobre el tema y solamente ha sido abordado de manera circunstancial, como una problemática adicional dentro de los puntos que atañen a su propia agenda de trabajo. No obstante, el Presidente de la Federación de Rusia, Vladimir Putin, ha convocado para septiembre, durante el inicio del 75° período de sesiones de la Asamblea General, a todos los miembros permanentes del Consejo, a una reunión sobre “Cuestiones de paz y seguridad internacionales”. La iniciativa, por ahora, ha tenido el respaldo de China, Francia, Reino Unido y ha suscitado el interés de Estados Unidos. Este encuentro, si llegase a materializarse, podría representar un marco adecuado para alcanzar posibles acuerdos sobre nuevas respuestas multilaterales, ante las consecuencias provocadas por la crisis del COVID-19. No es descartable un reacomodo del sistema de Naciones Unidas, de sus prioridades y de los mecanismos de cooperación internacional. En contrapartida, una nula respuesta de los principales actores globales y/o una parálisis del sistema de cooperación internacional podrían agudizar posturas aislacionistas y debilitar el multilateralismo con consecuencias imprevisibles, en especial para países en desarrollo y de renta media.
Hasta ahora, y pese a las críticas de Estados Unidos por su supuesta complacencia hacia China, el rol de la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha sido fundamental como ente referencial para los Estados para definir sus estrategias locales en su lucha para combatir la pandemia. La potencia norteamericana ha amenazado con cortar los recursos dirigidos a su financiamiento, cuestionando su operatividad, dando cuenta de una lucha de poder que se ha trasladado también a las zonas de influencia multilaterales. Al respecto, es preciso tomar en cuenta que cinco de las quince agencias especializadas del sistema de Naciones Unidas están lideradas por China: la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (UNIDO) y la Organización de la Aviación Civil Internacional (ICAO). Este dato es importante a la hora de tomar en cuenta el peso específico que cada potencia global está adquiriendo en el sistema de Naciones Unidas. China desde hace tiempo que viene tomando un papel protagónico en el multilateralismo global.
El gigante asiático está cada vez más interesado en perseguir sus intereses dentro de las organizaciones multilaterales, tradicionalmente dirigidas por potencias occidentales. Las Naciones Unidas no son la excepción. El creciente poder económico de China, el alcance estratégico y sus ambiciones de política exterior ayudan a impulsar la participación cada vez más activa de Beijing en el sistema multilateral. Sin embargo, Estados Unidos sigue siendo el principal contribuyente financiero de estas agencias multilaterales y aunque el poder político esté en muchos casos en manos de su rival, el control de las finanzas lo pone en una posición de ventaja importante.
Por otro lado, en el plano de la seguridad y la estabilidad internacional, es notorio que la pandemia está agudizando los conflictos internos y las movilizaciones, considerando sus terribles efectos económicos y sociales en medio de sociedades marcadas por las iniquidades y una creciente brecha entre los Estados y la ciudadanía. En una reunión de urgencia celebrada en Nueva York al respecto, el Secretario General de la Organización, António Guterres, llamó a la unidad para enfrentar al COVID-19, que se ha constituido como un factor que amenaza con erosionar la confianza pública respecto de las autoridades políticas. A juicio de Guterres es evidente que la pandemia podría eventualmente ser utilizada como un argumento para la propagación del odio y la violencia, por cuanto se presenta como la oportunidad propicia para que ciertos líderes políticos tomen medidas contrarias a los derechos humanos, implementando políticas basadas en el estigma, la discriminación y los discursos de odio. Esta situación resulta particularmente notable en aquellos países con débiles credenciales democráticas, donde sus líderes no escatiman en echar mano a discursos nacionalistas y populistas, marcados por la violencia y la dicotomía amigo/enemigo.
Asimismo, el COVID-19 está incidiendo en el desarrollo de la delincuencia y el crimen organizado transnacional, lo que se ha expresado en que, en medio de sociedades fuertemente convulsionadas, las tasas de ataques violentos y sexuales en espacios públicos, cárceles y hogares se han elevado de manera notable; se ha facilitado el cibercrimen ante el desarrollo exponencial del teletrabajo; y modificado las tendencias globales del tráfico de personas y armas, entre muchos otros. Ha sido notable también el aumento de los motines y las tensiones que se han generado en las relaciones internas en las cárceles.
Entre los efectos de la pandemia en la seguridad internacional también es necesario referirse al hecho que los Estados han modificado sus prioridades de seguridad, disponiendo la utilización de sus medios militares en el combate contra la pandemia, implementando programas de servicios a la comunidad, desinfección de espacios públicos, investigación científica, distribución de alimentos, apoyo al transporte logístico, elaboración de ventiladores mecánicos e incluso en la adaptación de espacios militares para la atención de infectados.
Además, el COVID está incidiendo en el desempeño de las operaciones de paz de Naciones Unidas, especialmente si consideramos que los escenarios de conflicto en que se despliegan están marcados por la vulnerabilidad y la escasez de servicios básicos, donde las crisis humanitarias dejan en situación de especial vulnerabilidad a mujeres, niños, ancianos y enfermos. Entre las medidas adoptadas en este ámbito por Naciones Unidas cabe destacar la suspensión de las rotaciones de los cascos azules desplegados, a fin de prevenir el contagio de los contingentes, así como la puesta en marcha de programas para asistir a las comunidades en la prevención y respuesta ante el virus.
Es interesante la iniciativa llevada a cabo en Naciones Unidas, consistente en la adopción, el día 30 de marzo de 2020, de un llamado para un cese al fuego global, a la luz de los impactos que está generando la pandemia. Se trata de un esfuerzo colectivo de la comunidad de naciones para enfrentar la expansión del COVID, en aquellos lugares azotados por conflictos armados y otras graves crisis humanitarias.
Experimentamos probablemente una fase transicional del sistema internacional y será por lo tanto necesario para los Estados definir estrategias que posicionen de la mejor manera posible sus intereses en un escenario post pandemia. Asimismo, la acción de las Naciones Unidas y de otras instancias multilaterales en este contexto de crisis global tendrá probablemente derivaciones directas en sus mandatos y financiamiento. Su relevancia estará puesta en cómo adecuarse al nuevo escenario tomando en cuenta dos elementos: escasez de recursos y reacomodo de las potencias globales frente a la crisis. En momentos en que la pandemia sigue expandiéndose desde variados frentes se ha postulado una férrea crítica al multilateralismo, cuando lo que se necesita es justamente unidad en la acción. Los complejos desafíos globales requieren de miradas renovadas y abiertas, centradas en la cooperación como centro de la gobernanza global. La seguridad internacional tiene en Naciones Unidas un actor fundamental.
Jorge Riquelme es académico chileno, Doctor en Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
Juan Pedro Sepúlveda es Diplomático chileno, Cientista Político de la Pontificia Universidad Católica de Chile.