Por Mauricio Vargas Peralta.- A seis días de conmemorarse el 50° aniversario del Golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional de Salvador Allende en Chile, el tenista alemán Alexander Zverev detuvo un partido del US Open, para reclamar al juez porque un asistente gritó una frase del régimen nazi, misma sentencia que el expresidente Piñera escribiera en el libro de visitas de Alemania, durante una estadía oficial en 2010.
Ante el grito «Deutschland über alles«, el tenista detuvo el partido, se dirigió al juez del encuentro para presentar su reclamo, tras lo cual el asistente fue sacado del recinto donde se desarrollaba el partido.
A diferencia de la condena generalizada manifestada en el «Grand Slam» estadounidense respecto a las atrocidades cometidas por el nazismo, durante las últimas semanas hemos visto en Chile múltiples dichos y actitudes que buscan justificar el golpe de 1973, dando continuidad a una retórica que la derecha ha mantenido por 50 años.
En un ambiente político polarizado -que el presidente Boric calificó de eléctrico y la expresidenta Bachelet, de tóxico– no está resultando fácil aunar voluntades para que la
clase política encuentre la forma de acordar una declaración de «Nunca más».
Parece contradictorio que tan sólo 25 años después de la firma de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la Asamblea General de las Naciones Unidas del 10 de diciembre de 1948 -texto que tuvo entre sus 9 redactores al abogado y diplomático chileno Hernán Santa Cruz-, la elite político-empresarial diera curso a un quiebre de la institución democrática y las consecuentes violaciones de derechos. Sin embargo, una breve revisión de nuestra historia, da cuenta del germen golpista que no ha sido extirpado del alma de nuestra sociedad.
Es entendible que entre la conformación de la Primera Junta de Gobierno de 1810 y la Declaración de Independencia de 1818, se sucediera una serie de intervenciones del orden político, entre los que destacan los reiterados golpes dados por José Miguel Carrera. No obstante, el lema inscrito en el escudo nacional en 1812 («Por la razón o la fuerza»), seguiría manifestándose en numerosos usos de la fuerza para resolver las diferencias políticas de la elite.
Sólo once años después de la Independencia, estallaba la Guerra Civil de 1829, donde los pelucones (miembros de la aristocracia santiaguina de raigambre colonial, antiguos Realistas, terratenientes, miembros del ejército; además de personeros de la Iglesia Católica), estanqueros y o’higginistas, derrotaron en 1930 a los pipiolos (liberales), que habían intentado establecer las primeras constituciones democráticas del país; tras lo cual se inicia el período conservador que impulsa el orden portaliano, consignado en la Constitución de 1833.
Dos décadas después, en 1851 y 1859, se dieron dos revoluciones, donde la elite liberal buscó poner fin al ciclo conservador, intentos que fueron derrotados militar y políticamente por el gobierno conservador de Manuel Montt. Tras la victoria conservadora, Santiago se consolida como el centro del poder político nacional por un lado, y el bando liberal derrotado da origen al Partido Radical.
Terminando el siglo XIX, en enero de 1891 se iniciaba la guerra civil que enfrentó a balmacedistas (liberales) y partidarios del Congreso (conservadores). Luego de 6 meses, el saldo contaba la pérdida de 4.000 vidas, cuando la población nacional era cercana a dos millones y medio de habitantes. Tras la victoria conservadora, el gobierno lo asume el Almirante Jorge Montt, dando inicio el período parlamentario.
Un cuarto de siglo después, el 5 de septiembre de 1924, un golpe de Estado provoca el autoexilio del presidente Arturo Alessandri, la disolución del Congreso Nacional y la conformación una Junta de Gobierno, que fue derrocada pocos meses después por un nuevo golpe de Estado (enero de 1925), que permitió el retorno de Alessandri al Palacio Presidencial; tras lo cual surge la Constitución de 1925.
La nueva Constitución no había cumplido diez años cuando, en junio de 1932, se puso fin forzado al gobierno de Juan Esteban Montero, tras lo cual Marmaduke Grove proclamó la República Socialista de Chile, quedando la presidencia en manos de Carlos Dávila. Tras unos meses inestables, el 2 de octubre se pone término a este episodio, traspasándose el gobierno -también de manera forzosa- al Presidente de la Corte Suprema, Abraham Oyanedel, cuya principal tarea fue llamar a elecciones.
Durante las cuatro décadas siguientes, marcadas en el plano internacional por la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría, el país intentó desarrollar la industria local mediante la sustitución de importación de bienes y una política proteccionista que incluía diferentes subsidios e instrumentos de fomento productivo. Pese a las políticas implementadas, el proyecto industrial no logró despegar, generándose una crisis socio-económica donde la inflación promedio superó el 30% desde la década del 50 en adelante. En este contexto, también se sucedieron intentonas golpistas que buscaban encausar soluciones mediante la interrupción del orden democrático.
No me canso de citar el mensaje enviado por Gabriela Mistral al Congreso por la Paz y la Democracia, celebrado en 1950, donde señala lo frágil de nuestra institucionalidad democrática, la mala calidad de la instrucción cívica y el poco aprecio que la ciudadanía manifiesta por la Democracia y la República.
A 73 años de ese diagnóstico, resulta preocupante que diversas encuestas de opinión realizadas durante la última década den cuenta de un alto grado de menosprecio por la democracia y los derechos humanos, lo que se ve reforzado por dichos y acciones de la dirigencia política del país, que no hacen sino dar cuenta de una cultura históricamente antidemocrática en la que, consecuente con el lema patrio, la fuerza parece estar más a la mano que la razón y el diálogo.
A 50 años del Golpe de Estado y 75 de la firma de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en vez de estar disputando quién o qué fue culpable del bombardeo al Palacio de la Moneda, resultaría más desafiante y productivo concentrarnos en fomentar un cambio cultural que erradique el germen golpista de nuestra sociedad, fortaleciendo la comprensión, respeto y promoción de los valores democráticos y los Derechos Humanos en toda la sociedad nacional.
Sin esta necesaria transformación ética, nuestro sistema político tiene pocas posibilidades de escapar de las intervenciones cíclicas del orden constitucional, con sus consecuentes costos humanos.
Necesitamos que los atentados a la democracia y los DDHH alcancen un nivel de repudio al menos similar al que han ido alcanzando el maltrato infantil, animal y de género. Para que “NUNCA MÁS”.
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