Pulsa «Intro» para saltar al contenido

El jaguar con su sandía calada

Por Fernando Martínez.- Escribo esto en primera persona. No es para resaltar la epopeya de mi vida, sino para intentar transmitir, de la forma más vivencial posible, algunas experiencias que podrían entregar ilustraciones más coloridas sobre cómo han ocurrido algunas cosas, alejadas del escrutinio público. De otro modo, es probable que las ideas que intento poner en relieve, pudieran ser percibidas como simples conjeturas abstractas, relativas a reflexiones en torno al modelo económico y al desarrollo.

Mirando un programa de CNN animado por el periodista Daniel Matamala, cuyo objetivo era la reflexión sobre el modelo económico y el Chile del mañana, fui sorprendido por las intervenciones de Susana Jiménez, ex ministra de Piñera, directora de Soprole y actual vicepresidenta de SOFOFA. Todo un pergamino que me hizo pensar que revelaría convincentes reflexiones en “segundo grado”, con impronta personal y conclusiones contundentes. Nada de eso, creí haber retrocedido en el tiempo. Fue un conjunto de enunciados con un pétreo acento ideológico, que en los tiempos que vivimos, suenan francamente rancios.

Eran exactamente, los mismos argumentos que imponían, con resolución y ardor, los consejeros de Hernán Büchi en las postrimerías de la dictadura, y que, desgraciadamente, repitieron más tarde, de forma casi idéntica, los recién estrenados funcionarios del gobierno de Aylwin. Los debates eran sobre la eventualidad de mantener el “Estatuto Automotriz”, una ley apenas sobreviviente, vieja herencia del desarrollismo, que curiosamente había resistido al paso de la dictadura y cuya finalidad era promover incentivos para la producción, en Chile, de automóviles y algunos de sus componentes.

Volvía al país después de una prolongada ausencia obligada de 17 años, después de 15 años de actividad profesional en la principal industria automotriz de Francia (Renault S.A.). Estaba aún, profundamente obnubilado en las exhalaciones del desarrollo económico y tecnológico de la ingeniería automotriz, en sus métodos industriales para producirlos y en la investigación y desarrollo de sus productos. Pensaba entonces, candorosamente, que esa larga experiencia en estructuras productivas tremendamente complejas, me podía servir en la administración de las filiales locales que el grupo industrial tenía en Chile. Sin desearlo de modo alguno, me vi involucrado en la discusión, en ese período, sobre la ley automotriz.

Los argumentos de los consejeros del gobierno militar y luego del gobierno civil, apuntaban a que el dispositivo legal, sobreviviente del pasado era antinatural. Que sólo el mercado debía intervenir y en ningún caso el estado debía favorecer área o sector alguno de la economía. Para ellos la economía del país debía centrarse exclusivamente en las actividades con ventajas comparativas, que en ese momento se identificaban con la minería y las exportaciones no tradicionales. Además, para ellos, los mercados de destino de productos finales eran demasiado lejanos y, por ello, inalcanzables. De más está decir que era la primera vez que escuchaba un discurso tan insólito. Pues bien, Susana Jiménez repetía exactamente lo mismo en ese programa de CNN, sólo que treinta años después.

Yo sabía que una producción tecnológicamente compleja puede perfectamente constituir una ventaja comparativa, si se dispone del correspondiente “saber hacer”. No obstante, lo que ellos definían como ventaja comparativa era más específico. Era algo sobre lo cual existía propiedad o derecho, de preferencia material, y que podía ser vendido directamente en el extranjero. Es decir, una forma primaria de exportar “commodities”, sin enredarse con tecnologías u complejidades organizativas. Para mí, esas limitaciones autoimpuestas, no parecían alinearse con la idea natural que yo tenía del emprendimiento comercial. Parecían más bien restricciones a una auténtica voluntad de emprender. Para ellos, el jaguar sólo debía actuar en terreno seguro y, primero, debía calar las sandías. Cualquier otra idea, sancionaban categóricamente, era jugar en contra del mercado.

El segundo argumento, referido a la distancia de los mercados de consumo, era lo peor que yo había escuchado hasta entonces y, con el tiempo, ha demostrado ser una argumentación perfectamente ridícula. Ni a Japón, ni a Corea del Sur antes, ni ahora a China, les inquietó mayormente la distancia de los mercados de consumo. Esa distancia (que también era restrictiva para los “commodities” aventajados), parecía ser una contrariedad que afectaba únicamente a quienes se auto-definían como jaguares.

Puedo decir con certeza, que existían argumentos para no prolongar la ley del estatuto y que había que modificarlo radicalmente, pero ninguno de ellos tenía la menor relación con lo que explicaban los funcionarios de Büchi y los del gobierno posterior.

La mayor dificultad para el desarrollo de la industria automotriz, o de cualquier industria compleja, constituye un verdadero círculo vicioso omnipresente en los países en condición de subdesarrollo. Las casas matrices de las industrias automotrices, podían transferir la tecnología necesaria para llevar a cabo sus propios procesos, no así la que necesitan los proveedores de la industria, pues se les consideraba atributos tecnológicos propios del país y sus políticas. Para fabricar automóviles (como en cualquier producto con sustrato técnico amplio), se requiere de una red externa de proveedores técnicamente compleja y muy avanzada en diferentes dominios (metales, polímeros, electrónica, robótica, etc.). Así existen actualmente en Argentina, México y Brasil, pero debido al temprano abandono por nuestro país de la vía industrial, Chile entonces no la tenía y tampoco la tiene ahora. Me refiero a un conocimiento que es acumulativo, donde la técnica de un conjunto de industrias (Pymes y no Pymes), en un momento dado, depende del “saber hacer” en el momento previo. Así, cuando se requiere un avance técnico determinado, pero amplio, se investiga todo lo que se sabe y es necesario saber para producir dicho avance, entre los especialistas que existen en la red industrial.

Pero, ¿qué hacer cuando no se sabe mucho y tampoco hay a quien y a qué recurrir? Esta red industrial es una condición indispensable para cualquier proyecto de desarrollo que involucre técnicas más complejas. El efecto más indeseable de los dogmas ultraliberales preconizados en aquel entonces y repetidos, ahora, por la señora Jiménez, es la inexistencia de una cultura técnica básica para emprender, incluso en proyectos mucho más sencillos, pues, aunque hoy el jaguar esté innovando y grite diez veces Eureka, el “saber hacer” que se necesita no irrumpirá milagrosamente en los procesos básicos. Ese desarrollo de la industria automotriz que promovía el estatuto, era simplemente un mecanismo voluntarista, a veces un poco ingenuo, ideado por los desarrollistas, cuya finalidad era la creación de las estructuras técnicas fundamentales que necesita el desarrollo de procesos con alto componente en valor agregado. Algunos países que siguieron la experiencia como México, Brasil, Argentina y Turquía tienen, al menos ese, camino más expedito. Otros, como en nuestro caso, tendrán un camino mucho más largo y difícil.

Hay una pregunta que cualquiera puede formular: ¿Existen realmente posibilidades de desarrollar en nuestro país actividades productivas con un componente importante de valor agregado? La respuesta es un categórico sí, y la experiencia exitosa de otras naciones bastante más desfavorecidas, que partieron mucho después que la nuestra lo demuestran. Pero hay que sobrepasar barreras muy importantes. Por ejemplo, la tendencia al inmovilismo que emerge cuando a los jaguares se les acaban las sandías caladas o se copan sus negocios con bajísimo riego. Entonces las únicas opciones posibles son otros negocios de riesgo “controlado”, como el inmobiliario, la compra de bonos y la inversión financiera en el extranjero, convirtiendo a nuestro empresario en rentista y a la economía en esclava del sistema financiero. Ahí la posibilidad de recuperar parte del tiempo perdido en incrementar la cultura del “saber hacer”, se aleja un poco más.

Tampoco se trata de ningún modo, de desechar la importante palanca que representa la minería y otras producciones que presentan ventajas ciertas. Pero la actividad económica del país no puede orbitar sólo en torno a esas actividades mayoritariamente extractivas y agrícolas, porque no involucran masivamente a la población (antes se les llamaba enclaves exportadores), ni pueden asegurar mayores crecimientos que los sustentados por la demanda externa. Existe la imperiosa necesidad de multiplicar actividades productivas que reclaman otro concepto de desarrollo. Entonces, la pregunta que sobreviene es ¿hay espacio comercial en el mundo para exportar otras cosas? Aunque muchos emprendedores lo ignoran, la respuesta es otro categórico sí. Una de las razones más evocadas es que el tamaño de las escalas de producción en los grandes centros industriales y los extremos de la progresiva segmentación de los mercados, no se llevan bien. Por ese motivo, aunque pareciera que todo se fabrica en China, no es así. Más del 80% de la producción industrial mundial tiene otros orígenes. ¿Por qué entonces ellos y no nosotros?

Fernando Martínez de la Cruz es Economista