Por Nicolás Wolterstorff, Estudios Evangélicos.org.- Hemos examinado algunas de las múltiples y complejas formas de interacción entre las naciones y entre los estados y las economías del sistema mundial actual. Hemos visto, por ejemplo, cómo la lealtad hacia la nación puede generar injusticia, y hemos evocado brevemente el vínculo entre la dinámica de la lealtad nacional y la dinámica de la búsqueda de beneficio manifestado en el nacionalismo que surge como parte de la explotación colonialista de las naciones del Tercer Mundo. Vale la pena, en el presente, observar otra forma de acción que estas dos dinámicas esenciales ejercen una sobre la otra, y que, nacida posteriormente a la desaparición del sistema colonial clásico en el Tercer Mundo, ha producido el profundo sufrimiento que podemos ver en la actualidad.
La gran ventaja de un estado al privilegiar una sola comunidad nacional, es que puede llamar a la lealtad de este grupo cuando necesita apelar a sus partidarios en lugar de tener que probar que su política garantiza y procura el bienestar de todos sus ciudadanos. Naturalmente, no obtiene esta ventaja sino al precio de la tranquilidad de las personas que no pertenecen al grupo que está en el poder, y este precio es, algunas veces, muy alto. Por lo tanto, una gran parte del poder de los estados contemporáneos proviene de su capacidad de movilizar la lealtad nacional [1].
Estos últimos años, el llamado del Estado a la lealtad hacia la nación fue regularmente utilizado en el Tercer Mundo como medio para sostener políticas que no eran otra cosa que la explotación económica de los miembros de la nación para beneficio de algunos que están en el poder, en cooperación con empresas pertenecientes al centro del sistema mundial.
Anteriormente notamos que un nuevo tipo de relación económica entre los países del centro y los otros fue apareciendo después de la Segunda Guerra Mundial, sobre las ruinas del colonialismo clásico. Empresas del centro, fabricantes de productos de consumo, se desplazaron hacia la periferia, la mayor parte del tiempo bajo el control de sociedades multinacionales en cooperación con miembros de las élites del país de acogida. Estos desplazamientos tuvieron principalmente por objetivo bajar el costo de la mano de obra. Las élites del Tercer Mundo se preocuparon de controlar los salarios y de asegurar la tranquilidad del mundo obrero; la represión permitió conseguir estos objetivos.
Estos últimos años, la represión fue generalmente obra de los militares que tomaron el estado en sus manos y trabajaron de común acuerdo con la élite. Pero, de costumbre, aquellos que tomaron el poder en sus estados, pertenecían al mismo pueblo que aquellos a los cuales ellos reprimían, de manera que no tenemos que hacer, en este caso, un equivalente con el antiguo colonialismo. Son más bien los miembros de la nación en el poder que se sirven del estado para oprimir a otros miembros de la misma nación.
Los dirigentes que practican estos métodos intentan siempre hacer aprobar la represión de la cual ellos son responsables jugando con los sentimientos de lealtad nacional. Ellos tratan de conseguir esta lealtad bajo la bandera del Estado, lo que obviamente puede generar dificultades [2]. A fin de hacerlo menos problemático, se adopta regularmente la estrategia que consiste en intentar convencer a la nación de que está siendo atacada, que el Estado es su protector y que de cara a este “estado de urgencia”, cada uno debe cooperar para ayudar al Estado, y que las injusticias y restricciones a la libertad son inevitables en aquel estado de sitio. Se invierte enormemente en armamento, y de esta manera, se empobrece más al pueblo. Como nunca tiene confianza en su propio poder de persuasión, el Estado cruza a la etapa final, que consiste en adoptar una legislación de “seguridad”, pretendidamente destinada para proteger al pueblo de la subversión, pero hecha en realidad para controlar toda disidencia interna. El conjunto de estas medidas ha recibido el nombre apropiado de “Estado de Seguridad Nacional”.
La estrategia y la filosofía de esto, en conjunto, fueron enunciadas por primera vez en el discurso presidencial del General Augusto Pinochet Ugarte, de Chile, el 11 de septiembre de 1976 :
“La seguridad nacional así comprendida aparece como un concepto destinado no solamente a garantizar la integridad nacional del Estado sino que, particularmente, para defender los valores esenciales que moldean el alma o la tradición nacional, entendiéndose que, sin esos valores, la misma identidad nacional se destruiría. A partir de esta sólida base, la seguridad nacional se desenvuelve de manera dinámica en el campo del desarrollo y se concentra no solamente sobre el plan material, sino en armonía con el progreso espiritual del hombre (…) La seguridad nacional, que incluye la tradición auténtica y el desarrollo nacional tanto espiritual como material, aparece así como el conjunto de elementos del bien común de una comunidad particular (…) ¿Quién es exactamente este enemigo en el mundo actual? El marxismo no es simplemente una falsa doctrina, como tantas que hubo en la historia (…) es también una agresión permanente, puesta hoy en día al servicio del imperialismo soviético (…) Esta forma moderna de agresión permanente engendra una guerra no convencional, en la cual la invasión territorial es reemplazada por una tentativa de controlar desde el interior. En esta dirección, el comunismo emplea simultáneamente dos tácticas. Por una parte, se infiltra en los núcleos vitales de las sociedades libres, tales como las universidades, los centros intelectuales, la prensa, los sindicatos, las organizaciones internacionales e incluso, como lo hemos visto, en ciertos sectores de la Iglesia. Por otra parte, suscita el desorden bajo todas sus formas (…) Es por esto que las nuevas instituciones son concebidas sobre la base de una nueva democracia capaz de defenderse, activamente, contra aquellos que tratan de destruirla (…) Los actos constitucionales que promulgamos hoy confrontan la ilegalidad de toda acción de una persona o de un grupo que desafíe estos valores, y la vuelve procesable delante de los tribunales (…) El hecho de que nuestros pueblos son víctimas de una agresión permanente nos impone el deber de poner en práctica regímenes de urgencia, vigorosos y eficaces, para vencer la subversión comunista y neutralizar a aquellos que le abren el camino (…) En consecuencia, es respecto de los análisis precedentes que se debe comprender, de cara al marxismo que tomó la forma de una agresión permanente, la necesidad de sentar el poder sobre las fuerzas armadas y la policía, ya que solo ellas están organizadas y gozan de todos los medios para enfrentarla.” [3]
Cuando vinculamos estas declaraciones con lo que pasó realmente en Chile, el esquema aparece claramente: los dirigentes animan la explotación del pueblo por la élite. Ellos tratan de asegurarse que esta política es aceptada en el pueblo, haciendo el llamado a sus sentimientos de lealtad hacia la nación. Y, para reforzar estos sentimientos, usan la estrategia clásica que consiste en intentar persuadir a la nación de que está siendo atacada.
Es difícil imaginar una manera más grave de abusar de los sentimientos de lealtad hacia la nación. Esta evocación repetitiva de los peligros del imperialismo soviético es una manera cínica de evitar la atención en los temas candentes, y podemos decir esto sin taparnos los ojos sobre la realidad del expansionismo soviético. Así como lo afirmé en un artículo anterior, hoy habría movimientos revolucionarios en el Tercer Mundo incluso si no hubiese habido ningún estado comunista sobre la faz de la tierra. Y de hecho, es necesario que hayan revoluciones, con profundas transformaciones de las estructuras sociales injustas y opresivas.
Las injusticias que sufren las personas en estos países son infinitamente peores que las que soportaban de parte de los británicos los habitantes de las colonias americanas cuando lucharon por hacer su revolución. Es puro cinismo el pegar sobre toda tentativa de reforma la etiqueta de complot comunista.
La lección que se debe obtener, de cara al levantamiento de un pueblo oprimido, consiste en que es necesario que las injusticias sean reparadas, y que no sea restituida la represión. Pero también podemos notar la ironía de la situación: estos Estados, que buscan justificarse pretendiendo actuar en el interés de la seguridad, son ellos mismos estados de profunda inseguridad. El viento poderoso que sopla hoy en día sobre el mundo en favor de legislaciones de seguridad y de acumulación de armamento no hace más que producir inseguridad. ¿Esto no confirma acaso la profunda verdad de la visión profética del Antiguo Testamento según la cual el estado que no sigue los caminos del Señor buscando la justicia no encontrará la seguridad ? Los tiranos no duermen bien. No es posible aferrarse a los privilegios y al mismo tiempo disfrutar de la seguridad. El camino de la seguridad pasa por la justicia.
Este texto es parte del libro Justice et paix s’embrassent (Labor et Fides, 1988); edición en francés de Until Justice and Peace Embrace. Traducido por Gonzalo David.
Notas
[1] Según la teoría marxista, los estados comunistas no deberían depender – al menos de una manera significativa – de esta suerte de llamado a la lealtad hacia la nación. Pero, en la realidad, no se privaron de esto. Aquí un ejemplo, las palabras de Kim II Sung, jefe de la república popular democrática de Corea (llamada de manera no oficial Corea del Norte) : “La patria es verdaderamente una madre para cada uno de entre nosotros. No podemos vivir o ser felices fuera de nuestra patria. Es el estado floreciente y próspero de nuestra patria que, solamente, nos permitirá avanzar sobre el sentir de la felicidad. Los mejores hijos e hijas de nuestro pueblo fueron, sin excepción, ardientes patriotas ante todo. Es para reconquistar su patria que los comunistas coreanos lucharon, antes de la liberación, contra el imperialismo japonés, rechazando las dificultades y los obstáculos”. (citado por E. Wallerstein, The capitalist World-Economy, Cambridge, Cambridge University Press, 1979, p.59).
[2] Pienso que es posible formular sobre este punto una suerte de “ley” concerniente al estado contemporáneo : mientras más un estado tolera o comete injusticias, más cree necesario solicitar (o mantener) los sentimientos de lealtad hacia la nación, a fin de mantener un consenso sobre la legitimidad de su política. A grandes rasgos : mientras más grande es la injusticia, los llamados al nacionalismo son más desmedidos. Ya vimos que la lealtad, cuando sale de sus límites propios, hace de una nación una amenaza para todas las otras. De manera que la injusticia social y el conflicto en el interior de una nación van de la par. Hace algunos años, los estados que toleraban o cometían graves injusticias, trataban de legitimar sus acciones, no tanto haciendo llamado a los sentimientos de lealtad, sino que pretendiendo que habían etapas necesarias en el advenimiento de mejores tiempos. Escuchamos cada vez menos este estilo de argumentos en nuestros días, a medida que el sentimiento de traición de los ideales se hace cada vez más invasivo.
[3] Pinochet Ugarte, citado por A. Gunder Frank, Crisis: In the Third World (Londres, Heineman, 1980), pp.266-267. Al parecer fueron los dirigentes brasileños que dieron una “profundidad filosófica” a esta nueva visión del estado, prestada de los románticos alemanes del siglo XIX y reinterpretada de una manera creativa. Vean, por ejemplo, esta exposición de las ideas brasileñas hechas por la “Agencia Boliviana de Noticias” en el Estado de Sao Paulo del 6 de agosto de 1976: “El régimen militar brasileño sirvió de modelo para la nueva concepción geopolítica del estado que fue adoptada en varios países de América Latina. Está basada, sobre todo, sobre las ideas del General Costa E. Silva, jefe de la oficina civil del presidente. Este nuevo modelo debuta con la militarización, de los poderes, que ha caracterizado al estado tradicional en Occidente, que significa que el poder legislativo tiene un rol puramente decorativo y que el poder judicial no es importante (…) el pueblo es un mito; solo hay naciones, y la nación es el estado (…) La guerra forma parte de la condición humana y todas las naciones viven en estado de guerra. Todas las actividades económicas, culturales y otras, son actos de guerra por o contra la nación. En consecuencia, debemos reforzar el poder militar como garantía de la seguridad nacional. El ciudadano debe comprender que la seguridad es más importante que el bienestar, y también que es necesario sacrificar la libertad individual. Las fuerzas armadas deben ser la élite de la nación, responsables de la conducción del estado, y esto es particularmente justificado en América Latina, en razón de la inconsistencia de los civiles, demagogos y corruptos, y de las exigencias de la guerra”.
Cf. También estas palabras de Augusto Pinochet: “La seguridad nacional es responsabilidad de todos los chilenos y de cada uno de ellos en particular; es por esto que esta concepción debe ser inculcada en todos los niveles socioeconómicos, en el marco de un conocimiento general de los deberes cívicos. En particular, respecto a lo que concierne el dominio de nuestras asuntos internos, debemos motivar las valores patrióticos transmitiéndolos en todos los niveles del arte indígena, y enseñando y comentando incansablemente las tradiciones históricas y el respeto por el pasado que representa para nosotros la patria” (Costa E. Silva y Pinochet Ugarte, citados por A. Gunder Frank, Reflections on the World Economic Crisis, Londres, Hutchinson, 1981, pp.63-64).
Encontramos, para la ocasión, en los escritos de los defensores del estado de seguridad nacional, una afirmación absolutamente franca del absolutismo nacional, en esta declaración del General Costa E. Silva: “La nación es un absoluto o ella no es nada. Una nación no puede aceptar ninguna limitación de su poder absoluto” (Citado dans Idoc, boletín mensual, enero-febrero 1977, p.3).
Encontramos incluso, a veces, una absolutización de la cuestión militar, como en este memorándum secreto del presidente civil elegido Juan Bordaberry, en Uruguay, fechado el 9 de diciembre de 1975: “Es indispensable cambiar de constitución. El poder debe ser definitivamente puesto en las manos de las fuerzas armadas, y las funciones de éstas últimas deben estar claramente definidas (…) Las acciones de las fuerzas armadas no deberían ser juzgadas, porque ellas actúan sobre la base de reglas que no pueden ser puestas en tela de juicio…” (Citado por A. Gunder Frank, Crisis: In the Third World, p.261).