Por José María Vallejo.- La sobrerreacción de la policía frente a una situación de tensión no es novedad. Se ha visto con frecuencia tanto en la manera en que enfrentan momentos específicos ante una manifestación, como a la forma en que desarrollan patrullajes y controles.
Es evidente que ser policía es un trabajo difícil. No sólo se le faculta con el uso de la fuerza legítima del Estado (ante lo cual un uniformado está revestido de una autoridad y un poder superior en la sociedad), sino que se espera de él que ejerza esa autoridad con prudencia y moderación.
Si para una persona normal no es fácil tomar decisiones racionales y evitar ser gobernado por las emociones, es indudable que para un Carabinero debe ser complejo.
Por eso, cuando se habla de la necesidad de refundar a la policía frente a hechos de uso desproporcionado de la fuerza, en realidad no se entiende bien de qué se trata. Una nueva institución no va a cambiar las sobrerreacciones policiales. Tampoco más cursos de derechos humanos o de ética (estoy seguro de que el funcionario que disparó al malabarista en Panguipulli entendía la diferencia entre el bien y el mal). No se trata, asimismo, de crear una nueva institución con otro tipo de oficialidad, ni con un escalafón único.
La refundación que necesita la policía, es de formación de base. La capacidad y el entrenamiento necesario para controlar sus emociones y lograr el uso proporcional de la fuerza en condiciones de tensión no se alcanza en un año de formación. Eso es lo que permanece en la academia un aspirante a suboficial, que será el que tendrá que enfrentar manifestaciones, controlar identidades y, en ocasiones, arriesgar la vida. Esa es la formación del que debe decidir si usar un palo, sus conocimientos marciales o un arma de fuego. Desde cualquier punto de vista, es insuficiente, y más aún si se le compara con los cuatro años de formación del que llegará a ser oficial. Hay una brutal asimetría que afecta a aquellos que deben tomar las decisiones más difíciles y que luego deben asumir los mayores costos en caso de haber tomado las decisiones erróneas.
Asimismo, hay una condena de clase completamente injustificada que afecta a aquellos policías que menos formación y más riesgos asumen: a la escuela de suboficiales entran en su abrumadora mayoría personas de extracción popular que ven en este camino una oportunidad para tener una carrera profesional, una remuneración y una jubilación asegurada. Su camino, sin embargo, está limitado, y tiene techo. Nunca podrá superar su condición de suboficial. Nunca podrá superar su condición de subordinado y, más aún, la condición popular que lo llevó hasta las filas inferiores de la policía.
¿Podemos suponer que esa asimetría de clase en Carabineros es la que lleva a sesgos de decisión en sus reacciones y controles? ¿Será que hay un sustrato de miedo hacia quienes tienen más recursos y, a su vez, de desprecio hacia quienes han sido como eran ellos antes (civiles y pobres)? ¿Podría eso explicarnos que ante un malabarista callejero se actúe con fuerza desproporcionada, pero ante un manifestante neonazi que golpea gente en la calle, no? ¿O que no se hagan controles de identidad en sectores acomodados de la capital, pero sí en otros con estereotipos de pobreza? ¿O que se atienda sustancialmente mejor en una comisaría de Las Condes a diferencia de una comisaría en una comuna popular? A mi juicio, sí: el sesgo de clase es una explicación plausible para el desequilibrio en el criterio de su toma de decisiones.
De esta manera, una “nueva” policía, refundada o reformada, no será realmente nueva en tanto no se solucionen los problemas señalados: la escasa formación y entrenamiento en el control de las emociones y en el uso proporcional de la fuerza; y el sesgo de clase que mantiene una policía de ricos y una policía de pobres.
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