Por Fidel Améstica.- Una de las características de la programación infantil de los ochenta era su carácter de relleno en la televisión. Se compraban kilómetros de rodajes animados que la censura veía como inocuos. Así era visto el animé nipón, por ejemplo, y todos absorbimos con ojos infantiles el drama de Candy o la búsqueda de la flor de siete colores, entre otros; historias que no son precisamente para niños. De Yanquilandia arribaban los productos de Hanna-Barbera, Warner Brothers y la Paramount Pictures, caricaturas ya en esos años bastante añejas, como quien dice: ropa americana para vestir la fantasía tercermundista. Y a veces, no muchas, aparecían capítulos de Betty Boop, esa muchacha de ojos grandes y pestañosos, pechugona y de muslos gruesos y firmes, en blanco y negro, cantando con un timbre agudo y cara de niña buena, una parodia de la femme fatale. Una rareza de ver si lo pensamos un poco, aunque fue también una gran oportunidad para conocer algo de la mejor música del siglo pasado. Con Betty Boop, sin saberlo entonces, oímos una canción con bastante historia.
Cab Calloway prestó su singular voz en la versión de Saint James Infirmary para el corto animado de 1933 de Betty Boop, en una recreación libre de Snow-White o Blancanieves, bajo la Paramount Pictures.
El blanco y negro le es propicio al parodiar una fantasmagoría no de la heroína en su sueño de muerte con esta canción, sino la de un príncipe devenido en payaso, Koko the Clown, creado en 1919 por Max Fleischer; y en el descenso al hades que desarrolla el corto en la cueva, el cancerbero será el tierno y alegre Bimbo, también creación de Fleischer.
Ver también:
Betty Boop apareció en 1930 y fue un éxito merced a su falda corta, una osadía en la animación de entonces, y a su gusto por el jazz; un innovador arquetipo femenino si lo comparamos con la Jimena del Cid, la Beatriz de Dante, la Laura de Petrarca, o la Dulcinea del Quijote. En apariencia, es más trivial y digerible en una cultura de masas, pero la carga alegórico-simbólica en el corto Snow-White, más que latente, se sobrecarga con retazos de cultura que atraviesan a saltos desde lo homérico hasta las vanguardias, sin olvidarnos de la Edad Media, pero en clave pop, kitsch incluso.
La canción es más que apropiada, y ya era un éxito desde hacía un lustro gracias a Louis Armstrong…
…quien de seguro la escuchó de niño corriendo tras las bandas de jazz que acompañaban los cortejos fúnebres. Pero «Satchmo» ya la había grabado antes, en 1923, con Joe «King» Oliver en Chicago, una versión más ralentizada, como de alma en pena arrastrando los sonidos de los bronces y el grave de las voces del coro. Saint James Infirmary no tiene un autor específico, aunque fue acreditada a Don Redman en 1928 en la versión de Armstrong y al año siguiente lo hiciera para sí Joe Primrose (seudónimo de Irving Mills). En 1925 fue grabada por Moore y Baxter con su otro título conocido: «Gambler’s Blues», pero ya en 1924 la Whitey Kaufman’s Pennsylvania Serenaders había grabado «Charleston Cabin», música que corresponde casi exacta a nuestra Saint James Infirmary.
Se ha postulado que se basa en una canción irlandesa del siglo XVIII llamada «The Unfortunate Rake» (o «The Unfortunate Lad», o «The Young Man Cut Down in His Prime»), y que trata de un soldado que gasta su dinero en prostitutas y una enfermedad venérea lo lleva a la tumba. La letra es distinta, pero la base melódica bien pudo derivar en lo que reconocemos hoy de Saint James Infirmary. Se dice también que la forma más temprana del tema tenía por nombre «The Buck’s Elegy», y que fue grabada en Covent Garden, Londres.
Como sea, lo cierto es que tanto el corto de Betty Boop como la canción Saint James Infirmary se amalgaman con retazos de viejas historias olvidadas y jirones de un bagaje cultural bastante transversal y disímil. La animación vívida gracias al rotoscopio transforma la voz y los movimientos de Cab Calloway en la performance de Koko el Payaso, una especie de Pierrot que redime su vacío y soledad, el spleen, en la expresión del desgarro ante la muerte de la amada, símbolo del ideal y metáfora del espíritu, aunque en la voz de Calloway resulta bastante irónico y la palidez del rostro se extiende a todo su cuerpo como un alma en pena cuyo sentido está en cantar la pérdida, forma de una velada risa ante su público imaginario al otro lado de la pantalla, en las sombras bajo la luz del proyector. Todo un collage esta animación de dibujos; y los versos del canto, el cortejo saturnal-kish del féretro de hielo de la Blancanieves Betty Boop:
I was down to St. James infirmary,
I saw my baby there.
She was stretched out on a long white table,
so sweet, so cool and so fair.
[Fui hasta St. James Infirmary,
y allí vi a mi nena,
tendida sobre una larga mesa blanca,
tan dulce, imperturbable y pálida].
Saint James Infirmary es una morgue donde yace, sobre una mesa para estos efectos, el cuerpo sin vida de una muchacha joven, bella y deseada. El temple poético es de un romanticismo oscuro, decadente, muy propio del blues. Esa atmósfera es la que envuelve a la voz humana, una voz de la desdicha; claro que en la voz de Cab Calloway es irreverente y hasta desafiante por lo vital de sus modulaciones, dando carácter a Koko el Payaso, y así será la marcha fúnebre tras el congelado sueño de la pobre Betty Boop.
Pero esta canción ha recorrido por lo menos un par de siglos para adquirir su forma más sugerente en la actualidad, un retazo o mordida de tiempo la ha dejado como la conocemos hoy en día: pasó de Irlanda a Nueva Orleans, el soldado devino en tahúr, pero lo que no se perdió en esa transformación lírica fue la vinculación de la juventud y la muerte. Es más, algunas versiones incluyen unos versos introductorios, la «bajada» a un bar de los condenados donde la voz pasará a un veterano que contará la historia:
It was down by Old Joe’s barroom,
on the corner of the square.
They were serving drinks as usual,
and the usual crowd was there.
(Well) On my left stood Big Joe McKennedy,
and his eyes were bloodshot red
and he turned his face to the people,
these were the very words he said:
[Bajé al bar del Viejo Joe
en la esquina de la plaza.
Servían tragos, como de costumbre;
y como siempre, lleno de parroquianos.
Pues bien, al Gran Joe McKennedy a mi izquierda
se le inyectaban los ojos en sangre,
y al volverse hacia los comensales,
estas fueron sus palabras:]
Este Joe McKennedy es la encarnación de otro bebedor mítico del averno, el viejo Tiresias, que inspirado por la libación suelta su lengua ante Odiseo en la fría tierra de los cimerios, solo que este Tiresias/Joe McKennedy no hablará de lo por venir, sino que del pasado y la razón de su condena. Y a sí mismo se dirá en el estribillo:
Let her go, let her go. God bless her.
Wherever she may be.
She may search this whole wide world over
never find a sweeter man as me.
[Déjala ir, déjala ir. Dios la bendiga
donde quiera que esté.
Podrá buscar a todo a lo ancho de este mundo,
pero nunca encontrará a uno más tierno que yo].
El ancho de ese mundo es la no-vida en que ha devenido justamente este mundo y cuenta su historia el Viejo Joe. Este, ebrio de melancolía, al relatar su desgracia formula deseos funerarios, tanto para su amada como para sí mismo: negros corceles que tiren del carruaje de ella y para él, tahúres que carguen su féretro, el coro de las parcas junto a una banda de jazz y una moneda de 20 dólares en su reloj de bolsillo y así pagarle al barquero de la muerte. Todo con estilo:
Yes, sixteen coal black horses
to pull that rubber tied hack.
Well, it’s seventeen miles to the graveyard,
but my baby’s never comin’ back.
When I die bury me in straight lace shoes
a box back suit and a Stetson hat;
put a twenty dollar gold piece on my watch chain,
so the boys’ll know I died standing pat.
I want six crapshooters to be my pallbearers
three pretty women to sing a song,
stick a jazz band on my hearse wagon
raise hell as I stroll along.
[Sí, dieciséis caballos negros carbón
para tirar de sus pecheras de goma
a través de las diecisiete millas hasta el cementerio,
solo que mi nena ya nunca volverá.
[Cuando muera, sepúltenme con botines
para el terno de palo y con un sombrero Stetson;
pongan una moneda de US$ 20 sobre mi reloj de bolsillo,
y los muchachos sabrán que morí de pie, siendo yo mismo.
[Que seis apostadores me carguen
y tres mujeres hermosas canten una canción,
mientras le da tras el carruaje una banda de jazz al rojo vivo
y yo me doy una vuelta por el infierno que se asoma].
Y la historia hay que acabarla con otra ronda de tragos; alguien contará otra seguramente, entonará otro canto, inspirado por otra libación que lo haga sentir vivo con sangre ardiente en las venas. Así es la vida para los no-vivos del infierno de este mundo:
Well, now you’ve heard my story.
Well. Have another round of booze.
And if anyone should ever, ever ask you:
I’ve got the St. James Infirmary Blues!
[Bien, ahora ya han oído mi historia.
¡Qué va!, otra ronda de tragos.
Y si alguien, alguna vez, te pregunta:
¡tengo el St. James Infirmary Blues!].
Saint James Infirmary, desde que la interpretó Louis Armstrong, influido de seguro por King Oliver, no deja de tener versiones, todos han querido cantarla; debe haber varias centenas de grabaciones, si es que no miles, y muchos más intérpretes; se escucha en radios, plataformas digitales, en grandes conciertos, pero también en las calles y bares, hombres y mujeres, guitarras y saxofones, big bands y solistas de armónica, de Van Morrison y Eric Clapton a Hugh Laurie y Sasha Masakowski, Joe Cocker y Bob Dylan, amén de los jazzistas clásicos, y rarezas como la versión de la Pérez Prado y otra de The Animals. Y de todas ellas, la de Big Mama, con su voz y su armónica, hace que hasta el diablo se apiade del corazón humano.
Algo tiene esta canción, algo arrastra como sus notas que nos es común a todos, algo arrastra en su espectral traqueteo que es reconocible sin saber exactamente qué es, o quizás algo muy simple: que vivir es aprender a morir, que despertar a la vida es una condena segura y que solo aprender a amar la belleza lo vale. No por nada se llama este tema Saint James Infirmary.
Saint James Infirmary pudo ser el St. James Hospital, un leprosario que cerró en 1532 para ser el Palacio St. James de Enrique VIII; o también el área de enfermería del St. James Workhouse, en la Parroquia St. James abierta en 1725 en Poland Street, Piccadilly, y que permanecerá bien avanzado el siglo XIX, área contemporánea a la canción «The Unfortunate Lad/Rake»; o quizás fue el sector de la morgue de un hospital de Nueva Orleans, puede que también un manicomio o reducto psiquiátrico, incluso el rincón para los contagiados con enfermedades venéreas, reflejo tardío de la letra original y eco de la muerte puta parriana. Nada es definitivo al respecto. Solo es el escenario en el que un joven encuentra ya fallecida a su amada, sobre una mesa blanca, y es eso lo que cuenta ya entrado en años en el bar, un tugurio subterráneo, mientras se embriaga con sus fantasmas.
Y digamos que los fantasmas están hechos de retazos y jirones, y vagan por los rincones menos transitados de nuestra mente. «Fantasma» tiene como base la raíz del verbo griego φαίνειν (brillar, hacer brillar, aparecer, mostrar, hacer ver. Aparecerse: εμφανίζονται. Luz: φῶς); por lo que «fantasma» es una aparición, lo que aparece, en la luz; misma raíz de «fenómeno» y «fantasía». Saint James Infirmary es el espacio lírico-sonoro donde los fantasmas son convocados, adquieren voz en la embriaguez del licor y la sangre, en el charco sacrificial apozado en un hoyo como el que dispone Odiseo en la tierra de los cimerios y donde llegarán los espectros de la no-vida a beber a cambio de soltar la lengua.
Giambattista Vico decía que la mente estaba poblada de fantasmas, y esto sería un anticipo del paradigma holográfico para el cerebro y la conciencia gracias al trabajo de Karl H. Pribram, así como para el universo en los postulados de Leonard Susskind en su principio holográfico. Pero esos fantasmas adquieren realidad no por sí mismos, requieren ser mediatizados: como son ausencia pura, su presencia imaginaria solo es posible por la luz de la fantasía. Y la fantasía es la capacidad de crearles un escenario donde puedan articular su irrealidad. No hacerlo implica pasmarse en las visiones que nos salen al encuentro en nuestro propio ensimismamiento, corremos el riesgo de caer en su irrealidad e irracionalidad sin chance de volver a nosotros mismos, es la desesperación y la locura de un silencio incomunicable, perdernos para siempre y no ser, simplemente no ser, atraídos por esa nada de lo demoníaco.
Es un asunto de tiempo. Betty Boop en Snow-White o Blancanieves era una proyección de luz sobre un telón del cine; la sucesión de cuadros de la película daba movimiento a los personajes en blanco y negro, los tonos en los que soñamos y se nos abre el inconsciente, un movimiento espectral gracias al bombardeo de fotones y ondas contra una superficie plana. Y ese movimiento con las notas de una canción, sonido en el tiempo; y nosotros, las sombras, capturados en ello. Un fenómeno como este, bien nos vale la redundancia con el término; también se da cuando leemos, solo que las imágenes se proyectan hacia el interior de nosotros. En virtud de la fantasía, vemos fantasmas en el cine y en el silencio de la lectura.
Y fue por la lectura que dimos con Saint James Infirmary. Dos veces aparece mencionada en La peste, de Albert Camus. Y no porque sí nomás. En estos momentos, la pandemia del covid nos ha devuelto a la peste, esta ha regresado; retorna el estado de sitio con las cuarentenas y el control ciudadano. Nos encerramos y nos contamos historias como en el Decamerón. Bien nos valdría un trago antes de proseguir en la próxima columna, soltando la lengua fantaseosamente real.
(Primera parte de «Albert-Alberto sitiados por la peste. Fantasma y fantasía emanados de la fiebre del absurdo»)