Por Samuel Fernández Illanes – Ser embajador, es un honor apetecido. Atrae su aspecto más visible, sin considerar las obligaciones de contrapartida. No siempre todo es tan grato, hay destinos incómodos y hasta hostiles. Los privilegios dependen de la reciprocidad con Chile, y las inmunidades, regidas por convenciones internacionales, necesarias para la función.
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Muchos factores a considerar, y una decisión cuidadosa. Si no, pueden surgir problemas, conflictos, un gobierno contrario, o declararlo “persona non grata”, sin darse explicación, dejando su puesto en horas al cancelar la inmunidad.
Las relaciones se dañan, se responden con medidas equivalentes para equilibrar tan drástica decisión. La mejor garantía es el personal del Servicio Exterior, adiestrado y experimentado, aunque deje su inamovilidad y sea de exclusiva confianza del Presidente.
En Gran Bretaña no fue así, y la última embajadora salió con polémicas, dejando secuelas allá y acá. Van cinco meses sin reemplazarla. Es una atribución exclusiva, y Relaciones Exteriores se limita a proponer, sin decidir. Los nombramientos se han politizado, así como las compensaciones partidistas.
No es una novedad, pero no toma en cuenta que no actuamos solos. Se necesita el consentimiento del país receptor (Agreement). Sólo se anuncia si se ha concedido, y no se dan razones si luego de cuatro o más semanas, no hay respuesta. Habrá que proponer otro, aunque hay excepciones.
La experiencia en Gran Bretaña y otros lugares, aconseja redoblar la búsqueda del embajador elegido. Es un actor mundial, amigo tradicional, Miembro Permanente del Consejo de Seguridad ONU, y decisivo en una situación internacional plagada de riesgos.
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