Por Antonio Leal.- La Postmodernidad está presente en nuestras vidas mucho más de lo que pensamos. Sus paradigmas reemplazan aceleradamente a los de la modernidad que han sido dominantes en la cultura occidental por más de tres siglos y desde hace varias décadas. Pero sobre todo en el siglo XXI, caracterizado por la enorme velocidad de los cambios y la aparente inexistencia del tiempo y del espacio, surge la urgencia de replantearnos filosóficamente donde estamos.
Tal como señala, entre otros, el filósofo italiano Gaetano Chiurazzi, el significado de la posmodernidad no tiene que ver con una determinación temporal, no es la época que viene después del moderno, según una periodización cronológica.
Gianni Vattimo caracteriza a la posmodernidad como el debilitamiento del ser y señala que no constituye una superación de la modernidad, sino que más bien expresa una actitud que sigue a una consumación interna de la propia modernidad y donde sus paradigmas vienen nietzschilísticamente deformados, atenuados, debilitados.
Con Chiurazzi podemos decir que en Nietzsche y Heidegger la liberación en la emancipación es entendida sobre todo como la liberación del carácter positivo de la racionalidad física como también de la superación distorsionada del ideal emancipador utópico. Por cierto, el mundo transformado en una fábula, no es la equivalencia a la indiferencia ni tampoco el alunamiento de las diferencias sino, por el contrario, es el desafío de una experiencia que se debe confrontar positivamente con la situación de complejidad, pluralidad del lenguaje, incertidumbre, fluidez, pérdida del centro y por la inmediatez que caracteriza la vida contemporánea.
La velocidad de la vida misma, determinada por las comunicaciones digitales y el mercado global, hace que la subjetividad humana se configure en un horizonte inmediato, dando paso a un profundo presentismo, perdiendo espacio aquellas promesas de futuro que fueron típicas de la modernidad sea en el plano de la religión como en el ideológico y político.
Aunque no sea la señal definitiva del fin de lo moderno, lo postmoderno está ligado a una experiencia de ruptura, de discontinuidad, de una crisis referida en particular a los discursos apocalípticos que fueron frecuentes en los años sesenta, sobre el fin del arte, de la filosofía, de lo social, de lo político, de la historia.
Lo moderno se inicia con el surgimiento y la afirmación de la burguesía en el siglo XV, con la reforma protestante y con el nacimiento de la ciencia, del iluminismo como gran interpretación ideológica del mundo que nacía con el capitalismo como sistema, con el Estado primario del ciudadano y de las libertades, con la segunda revolución industrial de la mitad de mil ochocientos, tardía modernidad, como la llama Touraine, que se desarrollara hasta la mitad del siglo XX.
Después de la Segunda Guerra Mundial se abre una reflexión y una toma de conciencia de una crisis de lo moderno, debido a razones históricas, económicas, pero sobre todo a razones socioculturales que caracteriza a la sociedad contemporánea como una sociedad postindustrial.
Su configuración es el resultado de las revoluciones tecnológicas que marcaron el paso a formas de organización siempre más complejas: en particular, el paso de la industria mecánica a la industria electrónica, las telecomunicaciones y la informática, que han introducido una profunda transformación de la sociedad y de la cultura, comportando una profunda reestructuración del trabajo, del saber y de la política. Lo postmoderno es una reflexión de y sobre este nuevo modelo de sociedad, sobre las bases materiales y sobre sus productos culturales.
La modernidad se definió inicialmente en oposición a la época inmediatamente precedente, la antigüedad.
Con el iluminismo las características progresistas de este se conjugan con la idea de una emancipación que se lleva a cabo gracias a la acción crítica e iluminadora de la razón, idea que, como secularización de la concepción escatológica cristiana, se expresa, en varias formas, en gran parte de la filosofía del mil ochocientos y mil novecientos, del hegelianismo, marxismo y positivismo.
Bien escribió Walter Benjamín que el hombre moderno estaba condenado a la novedad y, por tanto, a la discontinuidad.
Esto, porque los paradigmas de la modernidad los podemos concentrar en:
Siendo la idea del progreso un emblema de la modernidad, la crisis de ella se delinea cuando se mete en discusión sobre todo esta idea del progreso, lo que hace interrogarse al antropólogo francés Marc Augé: ¿Dónde quedó la idea del provenir?
La crisis se expresa como un creciente malestar del hombre en una sociedad racionalizada en la cual se presentan proceso productivos, destructivos, por mucho tiempo subvalorados, de una explotación indiscriminada de la naturaleza, por la emergencia en la escena mundial de nuevos sujetos políticos que llevan adelante reivindicaciones inconciliables con la universalidad de la edad moderna o, al menos, se colocan en discusión las promesas naturalistas y se denuncian sus límites históricos y teóricos, y surgen fenómenos que ocupan gran centralidad, y reemplazan o se sobreponen a los conflictos sociales clásicos, como el feminismo, las reivindicaciones de las minorías, el derecho de la diferencia como derecho fundamental. El propio ecologismo es un movimiento típico de la sociedad posmoderna en cuanto a movimiento de reacción a la degeneración destructiva del dominio tecnológico sobre la naturaleza. Además, la rápida expansión de la ciencia, la física relativista y cuantitativa, los nuevos descubrimientos en el campo de las matemáticas que colocan en discusión algunos de los hitos de la racionalidad moderna.
Por ello, la postmodernidad surge como una nueva visión de un mundo complejo, donde la linealidad ya no existe y el determinismo ha cedido el espacio a la incertidumbre dentro de cuyas claves hay que construir los nuevos relatos y paradigmas.
Coincidiendo y ampliando a Chiurazzi, las características generales de la posmodernidad podemos concentrarlas en:
El origen filosófico de la postmodernidad podemos encontrarlo en Nietzsche y en Heidegger que constituyen dos referencias constantes para quienes sostienen la postmodernidad. Nietzsche con el anuncio de la “muerte de dios” y la consiguiente irrupción del nihilismo, y con Heidegger en la idea de una constante declinación de la metafísica.
Chiurazzi y, en una dimensión más radical, el propio Vattimo, nos plantean que la postmodernidad está ligada a la experiencia de un fin que asume un carácter particularmente incisivo y por ciertos aspectos dramáticos que se expresa en el anuncio de Nietzsche “de la muerte de dios”, entendido en su dimensión específica, como en el fin de la metafísica y de su ideal fundacional, es decir, de su tentativo de representar toda la realidad en un fundamento único, anticipando con ello la aparición del nihilismo y de una nueva forma del pensamiento y de una nueva humanidad. Para Nietzsche el nihilismo no es una inconsecuencia o una desviación de la metafísica, sino su esencia misma. Sobrevalorando la creencia en un mundo ultra terrenal que se opone al mundo terrenal, la metafísica -aquella platónica y cristiana en particular– se dirige a lo terrestre de los valores físicos, de la sensibilidad, de la vida. Dios, escribe Nietzsche, fue muerto por la propia voluntad de verdad de sus fieles.
Aquello que se pide a los hombres postmodernos, entonces, es saber vivir en un mundo que ha perdido su centro, en el cual no hay referencias aceptables y en el cual todo es un eterno precipitar sin altos ni bajos.
Para Lyotard, la postmodernidad es la incredulidad respecto de las metanarraciones. Las reflexiones de Lyotard y de Derrida se desarrolla en un horizonte cultural francés que entre los años 60 y 70 conoció un renacimiento de Nietzsche.
La condición postmoderna examina las consecuencias del fin de los grandes relatos de la época postindustrial. El discurso de la modernidad entra en crisis, según Lyotard, exigido por la historia y también por las transformaciones internas de la sociedad posindustrial que comportan una transformación del saber. El saber es obligado a cambiar su propio estatuto por vía de la condición misma de su transmisibilidad que ahora son aquellas de la informatización, con lo cual todo aquello que no satisface esta condición está destinado a ser abandonado, sobrepasado por la abrumadora información que recorre el planeta y que llega, sin intérpretes, a las personas que sacan sus propias conclusiones.
Se hace camino así a un nuevo modelo de sociedad que en el plano especifico de la producción y la transmisión del saber ve la declinación de la figura intelectual clásica o incluso del partido como intelectual orgánico en Gramsci, que son los grandes intérpretes del sentido de las cosas, típica de la modernidad. Lyotard considera el proceso de disolución de la modernidad como consecuencia de su propia lógica, por lo cual el postmodernismo no resulta antiético a lo moderno.
La universalidad fue vista como superación de la identidad particular, pero ella se demuestra por su propio estatus en construcción. Bien señala Chiurazzi que la afirmación de una universalidad adviene siempre desde un punto de vista particular. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa es formulada por el pueblo francés, un pueblo particular, aunque esta particularidad aparezca escondida y se despliegue en la razón universal.
Al entrar en crisis y ser confirmado por dramáticos eventos históricos del siglo XX el ideal universalístico, basado en grandes relatos de la modernidad, meta relatos, o filosofía de la historia como proyectos totales, historias de emancipación de la humanidad cuyos ejemplos clásicos son el cristianismo, la filosofía hegeliana, el marxismo, el liberalismo económico y político. Todos estos mega relatos tienen una pretensión legítima, en virtud de su pretensión universalísima, en las cuales se distinguen seguramente de la forma de legitimidad mítica que son intrínsecamente despóticas, pero que dieron lugar, y el siglo XX es una expresión de ello, a diversas formas autoritarias del ejercicio del poder y de lo cual el comunismo ha sido el emblema con el cual inicia, pero también finaliza trágicamente el siglo XX.
El fin de los grandes relatos, la incredulidad en relación a las metanarraciones, constituye la especificidad del postmoderno, ello significa el fin del universalismo, la crisis del cosmopolismo iluminista y el retorno a las particularidades no universalistas.
Esta fragmentación caracteriza la postmodernidad sobre todo en su nuevo modo de sentir y de pensar. La modernidad es un modelo de pensamiento, la postmodernidad es un modelo diverso en el cual la renuncia a la universalización se traduce en un sentir y en un pensar que se confrontan como una constante e ineludible “incompletabilidad”. No hay nada que esté definitivamente instalado como verdad, no existen, como en la modernidad, las certezas, es la era de la incertidumbre y del desencanto.
Por tanto, hay una imposibilidad de representar la totalidad y lo que caracteriza al posmoderno respecto a lo moderno es una diversa acentuación de dos momentos constitutivos del pensamiento de Kant: el placer y el displacer.
La postmodernidad combate todo tipo tentativo de totalización y en esto tiene una función de resistencia al todo, es el decidido clamor contra la conciliación, la afirmación de la diferencia contra la identidad y la uniformización, es la experimentación contra aquello que ya está realizado. Como dice Lyotard, la postmodernidad no es la modernidad en su finalización sino un nuevo estado naciente y constante.
Por cierto, al desaparecer en la política las causas finales, las promesas de los paraísos en el cielo o en la tierra, la política deja de tener el atractivo de la totalidad, la densidad ideológica de las certezas de los megarrelatos, debe renunciar a las verdades universales inspiradas solo en la racionalidad y acostumbrarse a vivir en las verdades subjetivas, en los pequeños relatos referidos esencialmente a lo individual, a un pluralismo axiológico que exalta la diversidad y abordar el nihilismo entendido como la negación o la imposibilidad de un fundamento último. Es decir, como nos refiere Habermas, debe vivir y operar en una época de ambigüedad respecto del sentido de la vida y de la historia. En un horizonte inmediato, en una era del vacío.
Antonio Leal, es sociólogo, Master en Historia de la Filosofía, Doctor en Filosofía, Post Doctor en Filosofía del Pensamiento Complejo.
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