Por Fidel Améstica.- “Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida” (Paul Nizan).
Es frecuente en las palabras de «muchos y muchas» —para que nadie se ofenda— señalar que la infancia es la mejor etapa de la vida, aun cuando ello no es sino una frase conformista y un lugar común para confundir la inocencia y la candidez con la felicidad. En las coordenadas del mapa social donde nos tocó nacer esto no es así, de ningún modo. Ser niño o niña duele no solo por la pobreza y el sufrimiento que notamos en nuestros padres, sino por la dureza con que se vive cada día, acorralados ellos por los enconos propios y los resentimientos ajenos, con los sueños relegados —si es que los hubo— en el rincón de la casa donde nunca se limpia.
Siempre ha sido escaso aquello que tiene el poder de mitigar el dolor de la infancia, el suplicio de no ser, la angustia de no pertenecer a nada; porque a una persona para la cual llegar a los diez años le parece algo lejano en la línea de tiempo no se le dan razones, no se le permite opinión ante los grandes, no se lo sienta en la misma mesa con ellos, sino que en la del pellejo. Y el mensaje, lo que se comunica, es que no se es alguien en tanto no seas adulto. ¿Qué bartoleada es esa? En un hecho esencial de la memoria, la infancia pesa, porque antes de poner atención en lo que decimos se antepone la edad con que cuenta quien habla: «Dime qué edad tienes y te diré si eres digno de ser escuchado».
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Para la mayoría de quienes procedemos de una familia de esta laya, el resguardo solo puede provenir de un corazón puro como el de nuestro tío Carlos, más bien «Carloncho». Jamás se preocupó de la edad que teníamos para poner atención a lo que expresábamos o hacíamos. Los gritos no tuvieron cabida para con nosotros cuando la violencia y la agresión constituían el código normal y natural de las relaciones familiares, en que los odios se arrojan a la cara como confeti excrementicio, y las frustraciones y amarguras se escupen sobre la mesa para mejor sazón de la sopa. En Carloncho, algo así era imposible de reconocer. Fue uno de los pocos adultos que se dieron la ocasión de animar nuestros juegos, empujándonos a seguir imaginando, coludiéndose y haciéndose compinche de aventuras fantasiosas que no eran más que quimeras inertes, e inermes, para el resto de los adultos, mal llamados «los grandes» cuando en su vida han oliscado siquiera la grandeza.
Carloncho trabajaba con los fierros. Maestro soldador, de los mejores. Moldeaba metal en fragua. Al fondo del patio donde antes había un gallinero, tenía su banco y su tornillo; y su espalda inclinada —más concentrado que un caldo Maggi en algún menester—, con su veterano overol de impecable pringue, de vez en cuando se cruzaba con nuestros ojos más pendientes de las estocadas que nos dábamos con dos varillas del viejo damasco que nos vio crecer.
Delirábamos con mi hermano Jorge, porque habíamos visto hacía poco las dos películas de Richard Lester sobre D’Artagnan y Los Tres Mosqueteros por televisión, con Richard Chamberlain, Michael York, Raquel Welch, Oliver Reed, Geraldine Chaplin, entre otros grandes de la actuación. Cogimos unos manteles como capas y unas viejas chupallas a las que les pusimos unas plumas del gallo viudo que nos quedaba, y nos calzamos unas botas de hule negras… Y listo: ¡ya éramos D’Artagnan y los Tres Mosqueteros! Y aunque nos faltaban más integrantes, hacíamos como que estaban presentes ahí cuando, con voz tronante y las puntas de nuestras espadas desganchadas del damasco se tocaban, arrojábamos desafiantes y henchidos de coraje el eterno «¡Uno para todos y todos para uno!».
No sabíamos que Carloncho nos observaba con el corazón. Y lo mismo hacía cuando jugábamos a los caballeros medievales después de ver la miniserie Ivanhoe con Anthony Andrews, James Mason, Sam Neill y Olivia Hussey. Entre los cachureos del patio, unos palos desarmados y rústicos nos servían de espadas, lanzas y mazas; y unas ollas viejas de aluminio y trozos de planchas de zinc se metamorfoseaban en yelmos y armaduras.
En esas ocasiones, Carloncho, vale repetirlo, se mantenía de espaldas y más concentrado que un caldo Maggi sobre su mesón de trabajo. En diez minutos, dos tapas de tarros de leche Nido se convertían en dos cazoletas a golpeteos de martillo de bola, y restos de viejos alambres eran trenzados con bastante pulcritud; así, se convertirían en el resguardo de la empuñadura de unas espadas roperas en las varillas con las que nos dábamos mandobles, con guardanudillos y gavilanes, y el pomo hecho de masilla y barniz. De unas tablas de cajón frutero salían las dagas biseladas a escofina; todas armas que no revestían ningún peligro para los sobrinos. Y estábamos completos: sombrero alón con penacho, capa, botas y espada al cinto.
Así era él, involucrado en la fantasía de quienes son más pequeños, y eso no lo hacía una persona inmadura como muchos creyeron. No corregía nuestros juegos ni aditamentos, sino que los mejoraba, los completaba. Ese es un alto sentido del respeto. Jamás pasó por su mente decirnos que así no se hacían las espadas ni cosa por el estilo; no competía con nuestra fantasía, se sumaba a ella. Pero también salía de paseo con sus sobrinos, para divertirlos y acercarlos a la mayor cantidad de mundo que le fuera posible: al cerro a elevar volantines que él mismo confeccionaba, gracias a lo cual también aprendimos; al flipper del barrio y los videojuegos Arcade a gastar unas fichas, o los taca-taca; o simplemente caminar y correr por la plaza.
En medio de aquellas aventuras, muchas veces, más de alguno de nosotros lo acompañó al interior de alguna cantina cuando la ley no impedía que nos mantuviéramos allí con nuestros adultos cuidadores. Una, dos o diez cañas de vino, qué más da, el boliche es el de siempre, así que es seguro también para los niños. Nos volvimos entonces cándidamente cómplices para no contar que habíamos pasado por uno de esos lugares, pero el hálito alcohólico lo acusaba y no había por dónde; de ese modo se lograba saber que nos había andado trayendo por lupanares tal vez de mala muerte. Aunque no era así como ocurría.
¿A qué asistimos en su funeral? A la mala muerte, no por la falta de cuidados y cariño de su familia en sus últimos momentos, sino porque la mala muerte es casi siempre el resultado de la mala vida. La mala vida de nuestro tío no fue el trago, sino la ausencia de razones para reducir su ingesta; porque, ¿para qué quiere uno estar bien cuando fuera de la botella no hay casi nada como para no seguir dentro de ella? La mala vida es eso, la falta de razones suficientes para estar bien, no la falta de talento, que en el caso de nuestro tío sobraba con creces. Pudo haber sido un futbolista profesional en un equipo grande, o crear una empresa dedicada a las estructuras metálicas, o al menos tener una familia en que bastara un poco de amor para reparar la desdicha de haber nacido.
Cuando Carloncho nació, nuestro abuelo arrojó el sombrero al suelo y lo pisoteó maldiciendo su suerte; el miedo y la ignorancia alentaban su furia por el recuerdo de dos hijos cuyo pecado los desterró del mundo para siempre, y no quería volver a vivir esa abominación. El padre le negó cualquier gesto de aprecio y consideración, y la madre… bueno, las madres son las madres.
Si hay condenados en la tierra, todo los fataliza. Y pudiendo ser un maldito, Carloncho nos llenó la vida de bendiciones, solo porque nos regaló una memoria feliz. A veces llegaba de madrugada, ebrio y magullado, con su chaqueta de cuero argentino estriada de tajos; con nuestra madre lo recostábamos y le quitábamos la ropa para que pudiera descansar y reponerse, y lo abrazábamos instintivamente, quizás para proteger su corazón que sabíamos era hermoso, y que nadie debería tocar.
¿Cuántos pudimos comprenderlo a tiempo? ¿Cuántos no sucumbimos a la tentación de aburrirnos de él, de establecer, quizás por qué, un número limitado de oportunidades para darle? Y sucede esto: ¿Quiénes somos y hemos sido nosotros para determinar cuántas oportunidades merece una persona? Pero nos va el juicio rápido al talle; damos oportunidades solo para aliviar nuestras conciencias de que alguna vez hicimos algo y que Carloncho se la farreó. ¡FALSO! No hemos hecho nada por él, y lo que creímos hacer por él en realidad lo hicimos por nosotros mismos, un intento más por aliviarnos del dolor ajeno del vivir.
Nuestro cómplice tío Carlos nunca necesitó de nuestras oportunidades, solo requería de nuestro amor incondicional todas las veces que fuese necesario. En nuestro mundo apurado por las cosas, las personas como él van quedando en el olvido o en un lugar que no nos es prioritario, no tanto al menos como las cosas que creemos necesitar. Si le lloramos, está bien; pero no en su último domicilio sobre la tierra.
Si he llegado a estas parrafadas, se debe a que cogí las palabras de mi hermano, porque son las mías también, y juntos llegamos a este hablar escribiendo. Hemos venido a celebrar nuestra infancia; a reducir un poco el tranco para que puedan darnos alcance esos mocosos de capa y espada, y hacerles saber que tenemos una buena vida, y que juntos quizás lleguemos a una muerte buena; porque de habernos faltado Carloncho, puede que ahora no estuviésemos escuchando el chirrido de las puertas del cielo, porque no se abren seguido ni a cualquiera. ¿Se han preguntado ustedes, acaso, qué vale una buena vida cuando se vive bien (y aun así a veces no ocurre) frente a la gracia de enriquecer otras vidas en tanto que la propia es miserable? Con veinte años, Carloncho se sabía condenado; y la rebelión contra ese destino fue un acto de amor.