Por Marco Moreno Pérez – No cabe duda de que las causas que estuvieron a la base del estallido social siguen siendo problemas dolientes que esperan por respuestas. Frente a la fuerza impugnadora y destituyente que amenazó a las elites estas buscaron encauzar dicha energía a través de un proceso constituyente que les permitiera ganar tiempo. La respuesta a la crisis política y social corrió por cuenta del llamado “noviembrismo” y se plasmó en el cambio de reglas vía proceso constituyente. Esta fue la válvula de escape que activó la élite del poder.
Luego de disipada la amenaza y del efecto devastador de la pandemia, nuestras dirigencias creyeron que lo peor había pasado. El fracaso del primer proceso constituyente y las dudas que este segundo pueda correr una suerte similar, sumado a una fatiga constitucional, han vuelto a traer a la discusión el débil procesamiento tecnopolítico de las demandas que movilizaron la revuelta.
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En el Ejecutivo y Congreso. La reforma de pensiones —pese a ser una prioridad que estuvo a la base de la demanda del cambio durante el estallido— ha sido nuevamente postergada en su tramitación para después del plebiscito de diciembre. El fin de año, el verano y el receso legislativo probablemente lleven a retomarla recién en marzo de 2024 en medio de un nuevo ciclo electoral con un clima poco propicio para alcanzar acuerdos.
Este estilo de hacer política genera una bajísima credibilidad. La gente espera que los políticos le solucionen sus problemas, pero la política parece estar desenfocada de los problemas de la gente. Lo que observamos es un desacompasamiento entre la urgencia social y los tiempos de la política. Los problemas siguen ahí, pero pareciera que el estilo anestesiado de hacer política impide verlos. No nos arrepintamos después que “no lo vimos venir” otra vez.
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