Por Sigal Meirovich y Manuel Férez.- Bicur Joilim, el nombre de la sinagoga y centro comunitario judío más antiguo de Santiago. Hace referencia al precepto de visitar a los enfermos, cuidarlos y acompañarlos. Esta organización, fundada en 1917 y cuya función más destacada fue acoger y cuidar a los judíos que huían del antisemitismo europeo, hoy -a más de 100 años de su fundación- persiste como un refugio para muchos judíos chilenos.
El edificio que hasta hoy ocupa el Bicur Joilim se sitúa en el centro de la capital chilena en la Avenida Matta 624. La sinagoga fue construida en 1930 sobre un terreno colmado de historias familiares de migración forzada, de acogida y solidaridad, no sólo judía, pues antes de ser sinagoga dicho edificio acogió al Orfanato de Mujeres Españolas.
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Muchos judíos chilenos que participan y contribuyen de manera destacada en la sociedad chilena, aprendieron las tradiciones religiosas y culturales de sus abuelos y continuaron sus compromisos en este lugar. Nacimientos, Bar Mitzvá, bodas y todo tipo de celebraciones y reuniones que dan identidad a un pueblo, se han llevado a cabo entre las paredes del Bicur Joilim.
Desde los años 60, su rol social se ha fortalecido funcionando como banco de cajas de alimentos y enseres para personas judías y no judías de Santiago. Junto con el Centro Médico Israelita, fundado en 1922 por un grupo de jóvenes doctores y dentistas judíos, el Bicur ha sido un espacio de integración de la comunidad judía santiaguina a través de la retribución a la comunidad chilena.
Es por ello que el ataque perpetrado la semana pasada contra sus instalaciones impacta y duele. Duele su vandalización, duele el contenido antisemita de los rayados y duele la indiferencia de la sociedad, gobierno y élites académicas y culturales ante este cobarde hecho.
Sí, la vandalización del patrimonio cultural material tiene reparación. De hecho, muchas manos ya se están ocupando de eso. Sin embargo, cuando se atenta con las prácticas sociales vivas de una comunidad minoritaria el daño suele ser difícil de remediar. En este caso, es la comunidad judía chilena la que se enfrenta a ello, pero la fórmula aplica a cualquier otra comunidad minoritaria presente en este país.
Estos ataques no pueden ser justificados bajo ningún argumento y es menester de la sociedad chilena impedir que se naturalice el odio y sus manifestaciones violentas porque, la historia nos ha enseñado ya numerosas veces que la infraestructura agredida es fácilmente intercambiable por las agresiones corporales.
La comunidad judía chilena, así como cualquier otra comunidad que, proveniente desde otros lugares y culturas del mundo, es parte de lo que somos hoy como chilenos. Su protección es cuestión de los valores que la sociedad chilena quiere afirmar y no depende de los conflictos que estas comunidades protagonicen en otras regiones del mundo.
No ha sido y no debe ser cuestión de las comunidades locales asumir los conflictos externos, y si Chile quiere crecer en su fiel compromiso con los Derechos Humanos, no puede correr la mirada ante agresiones directas hacia personas y colectivos que viven en su territorio y conforman su diversidad cultural.
Es responsabilidad de todas y todos alzar la voz contra cualquier forma de discriminación y violencia, promover el respeto y la protección de la diversidad cultural nacional y educar conscientemente en formas saludables de debate a través del diálogo y reflexión, ahí cuando la complejidad de los conflictos y las identidades impiden ver con claridad los límites de la libre expresión.
Construir un Chile comprometido con los Derechos Humanos, donde nunca más vuelvan a violarse, es una gran responsabilidad que recae en cada uno de nosotros.
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