«Vende piedras», una frase que despierta una memoria, y una memoria que despierta una reflexión de fondo del escritor Fidel Améstica. En este caso, es sobre la venta y cómo esta actividad depende más del vendedor que del producto mismo.
Por Fidel Améstica.- Algo que nunca saldrá en las páginas sociales son los eventos en que se produce una verdadera socialización: el intercambio y ofrecimiento de experiencias y recreación por medio de la palabra distendida y gratuita, sin poses para la foto ni sonrisas estudiadas, menos trajes de diseño.
Uno de estos eventos, cotidiano por lo demás, suele ocurrir en la sanguchería atendida por don Cristian, en el centro de Santiago. La salida surponiente del metro Universidad de Chile da a Omer Huet, una breve callecita que unos metros más allá termina en Hermanos Clark, donde está el Centro Artesanal de Lisiados.
En esa esquina, por décadas, transeúntes, profesores, estudiantes, funcionarios públicos, algún atorrante e incluso indigentes han degustado su buen arrollado, su pernil con palta o mayo, y por supuesto que en marraquetas crujientes y fresquitas, entre otros gourmet ciudadanos, amén de completos e italianos, más la bebida, el té o café. Todo sanito. ¿Y el precio? Al alcance del pueblo.
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Quienes atienden se esmeran. Se come de pie, se conversa y después se paga. A nadie se le ocurriría arrancar con la panza contenta. Es de mala clase. Y don Cristian, un caballero. La mayoría hace amistad con él mediados por la necesidad y urgencia de matar el hambre entre las urgencias del día.
Por un tiempo nos abasteció de sánguches para un quiosco. Y todas las tardes íbamos a pagar, mi hermano la mayoría de las veces. A esa hora estaba por cerrar el negocio, y tras bajar la cortina ofrecía un café a dos o tres amigos habituales (los socialité habitué).
Una tarde de invierno, el café se energizó con un coñac que alguien ofreció. Lamentablemente, el café se terminó y hubo que seguir solo con el destilado. En esa instancia se sumó otro conocido a quien no le tocó más que aceptar el coñac; no alcanzó al café, pero se sumó de lo más bien a la conversa.
Pasadas un par de horas, su rostro translucía preocupación, y uno le preguntó la causa de su semblante. Y respondió que no tenía mercadería para el día siguiente.
Este emprendedor no era precisamente un vendedor ambulante, contaba con algún permiso municipal, y solía aprovisionarse en Meiggs de múltiples baratijas, pero el barrio no abriría hasta las 11:00 de la mañana y a esa hora no le servía, porque perdía las mejores ventas. Se aperaba de un día para otro; y siendo la hora que era, ya estaba todo cerrado.
«¡No sé de qué se preocupa este gallo! Si tuviera que vender piedras, seguro que las vende», largó don Cristian con una carcajada, y los demás rieron antes de proseguir la amena tertulia, que duró hasta bien entrada la noche, cuando el brandy criollo se acabó y ya no hubo con qué capear el frío.
Amanece y el sol se guarda en su ocaso diario, y con la misma rutina de las tardes, no faltó la pregunta: «¿Y el amigo de la mercadería?, ¿qué fue de él?». Y don Cristian se acuerda: «Lo vi pasar en la mañana bien cargado, pero después no lo vi más». Y no pasó mucho tiempo cuando don Cristian lo atisba y lo llama con un chiflido y la mano en alto.
Al allegarse, suelta don Cristian carirrisueño y bonachón: «¿Y?, ¿cómo te fue?». Sin mayor aspaviento y con las manos abrigadas en los bolsillos de su chaqueta, relató:
Anoche no podía dormir. Como me quedé con ustedes, no alcancé a ir a Meiggs por mercadería. Y me cabecié y cabecié en la cama… ¡cómo lo hago! Y me acordé de lo que dijiste, eso de las piedras. Así que me levanté de madrugada y fui a recoger piedras, del patio, del cerro, del río… las más encachás. Las limpié, las pulí… quedaron bien bonitas.
Y partí con ellas a la entrada del Museo de Bellas Artes: puse un pañito en el suelo y las coloqué ahí en las posiciones que más lucieran. Y cada piedra tenía su historia, su energía; unas eran talismanes y otras, amuletos; algunas eran esquirlas de meteoritos y unas cuantas, de la cultura Aconcagua, que se usaban en los ritos y sacrificios en la cordillera…
Y las vendí casi todas; la mayoría, profesores y estudiantes de la universidad. Me quedan algunas; si quieren, les hago un precio…
El hombre salvó el día. Al recordar esta anécdota, es inevitable que la memoria convoque dos escenas notables: la primera, del cine, los segundos finales de El lobo de Wall Street, cuando Leonardo DiCaprio se saca un bolígrafo del bolsillo y les pide uno por uno a los asistentes de su conferencia: «Véndeme este lápiz».
Y la segunda, un diálogo entre Simón Bolívar y el empresario inglés Maxwell Hyslop, de la serie de streaming, en que después que el libertador le habla del sueño americanista de la Gran Colombia, el comerciante le dice que no puede pedirle a su país que le declare la guerra a España por muy lindos que sean los ideales; si Bolívar cultiva café, el camino es claro: primero, «véndeme café», le dice.
¿Cuál es el engaño?, ¿lo hay? ¿Vendieron la pescada? Quizás. Vender es un arte, una experiencia, una transacción del lenguaje verbal y no verbal. Es un teatro, con buenas y pésimas obras.
Si alguien tiene en su poder un grabado no catalogado de Picasso, pero auténtico, e intenta venderlo a la entrada del Museo de Bellas Artes, ¿cómo le iría? A su vez, si una galería de arte tiene la copia de un cuadro, pero autentificado como original con documentos y certificados de expertos, ¿cómo sería su suerte?
El hombre vendió lo que era vendible: no la piedra, sino que su historia, una historia, un cuento, a personas que necesitan ese cuento o al menos les seduce; y creó un escenario apropiado en un entorno relacionado y con un público potencial en esa sintonía.
Me dirán que es una triquiñuela de un pícaro, y sí: absolutamente. La necesidad tiene cara de hereje; y hay herejes con cara de su eminencia.
¿Qué es lo que vende cada uno y cada cual en sus relaciones diarias?: —¿Y a qué te dedicas? —Tengo magíster en esto y doctorado en esto otro, publiqué tales libros y he viajado aquí y allá… Me han dado estos premios… —¡Qué interesante…!
Por lo menos, con don Cristian uno va a la segura: vende sánguches, y en su local ha hecho historia, como la hacen aquellos que se las ingenian para sobrevivir a costa de los enceguecidos por sus aspiraciones desclasadas.
Ese pequeño rincón es un punto de encuentro ciudadano, y no por nada lo eligieron como una de las locaciones de la serie de Netflix 42 días en la oscuridad, donde el personaje de Pablo Macaya, tras conversar con un periodista, apura lo que come y se despide: «Chao, don Cristian. Que esté muy bien. Cuídese».
Si las piedras hablaran o supiéramos escucharlas, otra sería la verdad: han estado ahí por todas partes desde antes que llegáramos, y nos han visto tal cual somos y lo que hemos hecho, por milenios.
Hasta entonces, podríamos comprarlas si alguien sabe venderlas, usarlas de pisapapeles, para trancar la puerta; arrojarlas o recibirlas.
Y tú, ¿a qué te dedicas? ¿Qué me vas a vender?