Por Mariana Schkolnik.- Eran las tres y media de la madrugada y tomábamos nuestro cuarto café. Se iniciaba, por fin, el empadronamiento en los campamentos. Por razones aparentemente estratégicas, Vanko -nuestro jefe de misión- junto con el equipo de terreno, decidieron emprender esta tarea como una operación de ataque sorpresivo y nocturno.
Hasta ahí el trabajo había sido más bien de oficina: comprar equipamiento informático, elaborar formularios, bases de datos y formar equipos para las diversas tareas. Esa noche me incorporaron al primer equipo de catastro en terreno y debía sentirme orgullosa. Pero estaba secretamente aterrada: aterrada de que fuéramos agredidos -y con justa razón- por pedradas, gritos y alaridos de mujeres y niños.
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– Vanko, estás loco, no podemos llegar en medio de la noche a invadir sus carpas y su privacidad- argumenté una vez más.
Él, que ya estaba irritado por la cantidad de instrucciones que no eran comprendidas o acatadas inmediatamente, me contestó con dureza-
– Tú no entiendes nada… muchas familias tienen carpas en distintos lugares de la ciudad, lo hacen para recibir más alimentos y ayuda. Sólo a esta hora sabremos realmente cuántas personas hay en cada campamento. No seas ingenua y déjanos trabajar en paz.
– Vanko, lo encuentro horrible, se parecen a los allanamientos de poblaciones en la época de Pinochet.
– ¿Me vas a empezar a hablar de derechos humanos y esas cosas? Acá no hay ni para comer. Camila, estás demorando el trabajo y se nos hace tarde. Si no quieres, no vayas, pero no molestes más.
Vanko estaba colérico y vi su cuello palpitante, casi al borde de la explosión. Opté por alejarme y hacer como que ordenaba mi escritorio, los lápices y cuadernos donde solía anotar todo lo que ocurría en las interminables reuniones que tenía diariamente, tratando de dilucidar este nuevo mundo. Los demás funcionarios me miraban de reojo y seguían trabajando. La verdad, todos estaban acostumbrados a sus exabruptos, menos yo.
La logística de esta operación estaba calculada al milímetro: los choferes en sus puestos, resmas de cuestionarios en sus cajas, el personal nacional y extranjero premunido de sendas linternas y credenciales al cuello, preparado cual destacamento para una guerra. Partimos al combate, en caravana nocturna de más de seis jeeps. Metíamos un ruido infernal de motores en medio de la noche haitiana. Salimos desde nuestro centro de operaciones en Logbase a lo que antes del terremoto había sido la elegante plaza Boyer, centro focal de la venta de cuadros naif tan característicos del país, en pleno Petionville. Y donde se encontraba -aún ahora- uno de nuestros restaurantes favoritos, el “Quartier Latin”, al que yo iba con variadas amistades, sorteando el olor de orines al borde del campamento y la vista fantasmal de la gente moviéndose entre sus plásticos azules y toldos durante la noche.
Esa noche, nosotros irrumpimos en sus carpas -todo lo que les quedaba en esta vida-, alumbrándolos a los ojos con nuestras linternas. Nuestro equipo gritando instrucciones en inglés, los empleados locales tratando de traducir a toda velocidad al creole. La gente asomándose fuera de sus carpas, los niños asustados pegados a sus padres y abuelos. Al cabo de un rato de caos y confusión, empecé a captar que, a veces, los trabajadores locales ya ni siquiera traducían el inglés, sino que hacían su propia interpretación de este asalto, suavizándolo con frases tranquilizadoras a los pobladores.
Había niños, mujeres, hombres y ancianos, apretujados y entregados a sus sueños, si es que los tenían. Yo solo alcancé a asomarme en una carpa/hogar. Ahí encontré a una mujer que me miraba aterrorizada, pero creo que nuestra cara de terror era mutua. Fue como el encuentro con un animal salvaje que, por instantes, vacila frente a un humano, y no sabe si atacar o huir. Y yo hui, a toda velocidad, y me quedé en el jeep el resto del operativo.
En esta guerra no había resistencia, solo estupor; ojos inmensos abiertos, aún somnolientos; gritos mudos de horror frente a esta invasión… Nadie se resistió ni se opuso. Obedientes respondieron como pudieron a nuestras preguntas, pusieron sus dedos entintados en el lugar de la firma, dóciles en medio del sueño olvidaron la fiereza de haber sido los primeros esclavos liberados del mundo. La sorpresa fue total. Vanko, estaba exultante, la guerra estaba ganada. Ninguna carpa estaba vacía, pudimos catastrarlos a todos.
Sin embargo, el personal haitiano no parecía feliz. Yves Charles, mi chofer, estaba demudado, como muchos otros, y varias chicas de la oficina, con los brazos y el cuerpo encrispado, miraban al suelo en lugar de celebrar. De vuelta a mi container, Yves Charles me contestó todo el camino con monosílabos o hablaba sólo en creole. A veces me parecía que rezaba, o repetía un mantra, pero no me dirigió palabra en todo ese día.
Luego de esa noche, ya en la oficina, empecé a observar con mayor detención al personal haitiano, único puente entre nosotros y el resto de la población. Ellos interpretaban nuestros idiomas, nuestra forma de trabajar, pero, por sobre todo, de nuestro valores y costumbres, si es que era posible traducir o descifrar aquello.
Recordé a Josline, que aseaba mi container, cuando con mis angustias de blanca extranjera un día le pregunte:
– Josline, llevo dos días sin ducha caliente, ¿tú sabes quién podrá arreglar esto?
Ella me miró y me sonrió como hace siempre que no entiende lo que digo y, en general, nunca entiende nada de mi francés. Aunque tal vez es posible que sí entienda todo y haga como que no entiende, nunca lo sabré. O, tal vez, entiende todas las palabras, pensé, pero jamás, jamás podría comprender mi afán de ducharme todos los días y menos con agua caliente, ahí en ese país, donde ella difícilmente tiene agua y ducha en su propia casa. Mis palabras son imposibles de interpretar o traducir, concluí que perdía el tiempo.
Luego de ese asalto nocturno a los pobladores, sentí una gran necesidad de comprender a los trabajadores haitianos, choferes, secretarias y también geógrafos, informáticos, que había visto molestos esa noche. En la oficina estuve las siguientes semanas más absorta en observar mi entorno.
Muchos de los trabajadores haitianos parecían mirarnos de reojo. Sonreían o, a veces, reían estrepitosamente entre ellos, cuando tratábamos de pedirles ayuda o de reclamar por algún desorden o suciedad en nuestras oficinas, en los baños y bodegas. Sus caras de incredulidad ante nuestros apremios y apuros, su indiferencia ante los gritos y órdenes de los jefes. Sentí que se burlaban soterradamente del blanco, que nos esquivaban. Hacían movimientos inútiles, pero de gran aspaviento, retrasándose en los baños, fumando detrás de los container y tomando cervezas escondidos en los jeeps junto con los choferes. La cadencia del cuerpo, sonrisas burlonas ante nuestros sudores y urgencias; desobedeciendo órdenes, ralentizando procesos, malentendiendo instrucciones de manera sutil; incrédulos ante nuestro empeño por hacer que nuestra pobres y detalladas planificaciones funcionaran perfectamente.
Empecé a comprender que seguían sus propios designios de vivir y morir sin apuro, como ellos sabían había estado siempre escrito. Mientras nosotros, pobres ilusos, tratábamos de vencer al tiempo, la vejez, e incluso a la muerte, en nuestro mundo plagado de deberes. No tenían la menor intención de sucumbir a nuestro productivismo y devoción por la eficiencia.
¿Se movían al ritmo del alma oculta de los antiguos esclavos?
En ese país, la vida y la muerte se unen todos los días. La naturaleza se destruye con la primera lluvia y luego reaparece triunfante con la siguiente. En ese país de vudú, en el cual ellos viven, conviven y comparten con sus muertos que los protegen y también los destruyen, nuestro ritmo, nuestras premuras, nuestros gritos y angustias pierden sentido y se difuminan en las profundidades de esa cultura, de esa realidad lenta, caliente, con olor a mangos y frutas podridas, terremotos y huracanes.