Por Fidel Améstica.- Valorar los patrimonios en Chile es lo mismo que reconocer a un hijo y luego no pagar la pensión de alimentos. Así lo consigna el Informe final Reconocimiento Tesoros Humanos Vivos: «Miradas desde la experiencia», marzo 2021 en el testimonio de don Miguel Suazo, de la Bandita de Magallanes (THV 2012). La política del Estado «reconoce» los patrimonios, o al menos «conoce» el inventario de los que ha enlistado. A continuación, da medallas, diplomas y unas chauchas. Y después, ¿qué hay? NADA. Si te he visto, no me acuerdo. «Cumplen» con la letra, no así con su espíritu, porque este reconocimiento no genera vínculos ni con las personas cuyos logros y actividades las han hecho merecedoras de tal «honor», ni con las comunidades de las cuales emergen.
La Convención Unesco, en relación con el Patrimonio Cultural Inmaterial, plantea que hay prácticas que se deben reconocer, valorar y fortalecer. Y Chile adscribe a esto en la actual Constitución y, por fuerza, en la que se está escribiendo. En consecuencia, aplica políticas de salvaguardia. Y estas, pese al despliegue y esfuerzo de los pocos funcionarios en terreno que hay, no cuentan con recursos suficientes para obtener logros permanentes, tanto en lo logístico como en lo económico; y aunque el año pasado se incrementó en 17% el presupuesto para el área de Patrimonio, esta suma se destinó básicamente a lo relativo a monumentos nacionales, instancia que cuenta con tres funcionarios por región, en tanto Patrimonio Cultural Inmaterial (o PCI, como gustan llamarlo) apenas tiene uno, y prácticamente sin arcas donde echar mano para todo el trabajo pendiente, ni siquiera por la urgencia más que demostrada.
Creer que se cumple con la Convención Unesco sobando el lomo y ofreciendo un dulce, «para que se queden tranquilos estos viejos», es solo darle más fuego a la olla a presión. Las políticas públicas no pueden seguir naciendo de esta inercia. Reconocer significa respetar, y el respeto pasa por inyectar el saber y la experiencia de estas personas en el alma de este país, dándoles el lugar que les corresponde. Hay pequeños logros en este ámbito, como talleres producto de las políticas de salvaguardia, pero su subsistencia y crecimiento carecen de compromisos a largo plazo para así generar un cambio.
Tras el fin de la tiranía cívico-militar, aquella que se apropió de la palabra, definiendo qué es verdad y qué no; lo que es bueno y malo, qué es la patria, qué es lo valórico, qué es la cultura, el país comenzó a recuperar su memoria, su identidad, sus raíces, sus prácticas: retazos de un tejido social que tardó un siglo en configurarse y que fue destruido a pleno cálculo. Sin embargo, en los colegios, por ejemplo, lo que podían avanzar los profesores en una semana lo echaba abajo Sábados Gigantes en un solo día, porque ese era el alimento cultural del entorno de muchas familias frente al televisor en ese entonces; y hoy, eso se multiplica frente a las pantallas de los aparatos tecnológicos. No podemos seguir perpetuando este crimen de lesa patria sin reaccionar. Por otro lado, los cultores de diversos saberes quedaron como funámbulos en la autogestión, obligados al emprendimiento bajo la ideología no confesa del sistema económico impuesto a sangre y humillación.
Subyace una perversión en las políticas de patrimonio que aceptamos pasivamente, corrompen y vician lo que todos deberíamos cuidar. No es solo un asunto de dinero, sino también de visión. Si no hay claridad, ¿qué priorización puede haber en la asignación de recursos entre lo urgente y lo importante? Y por lo menos cuatro síntomas delatan este cáncer en el alma de nuestro país:
- La esquizofrenia en el Estado. Hay una disociación entre lo que dice proteger y las acciones que lleva a cabo que terminan vulnerando aquello se supone cuida en beneficio de todos. Es como si alguien nos estuviese enterrando un cuchillo en el pecho y, mirándonos a los ojos, nos dijera que lo hace por nuestro bien.
- La patrimonialización tiende a reemplazar la memoria y el sentido histórico con la oficialización de un patrimonio. Y esto sucede porque el reconocimiento va a un hito, pero no al relato. Y las personas detrás de los patrimonios están en el relato. Y eso solo se descubre yendo al encuentro de un lenguaje común, en la base, no impuesto desde arriba.
- La fragmentación de comunidades y áreas culturales propiciada, en gran medida, por los fondos concursables. Estos funcionan como una escena de una obra de Benito Pérez Galdós, en que quien sostiene un saco con ratones dentro debe moverlo de tanto en tanto para que estos peleen entre sí; de lo contrario, roerían la parte de abajo y escaparían.
- El choque con actividades económicas privadas. La apropiación de los derechos de agua, la pesca industrial, las forestales, la importación de productos textiles a gran escala, privatización de terrenos donde se extraía materia prima para alfarería, entre otras, avasallan con generaciones de formas de vida y conocimientos que no son considerados. Y contra esta realidad, se hacen gestiones laterales, porque el patrimonio le pisa los callos a mucha gente.
Se ha priorizado el catastro. Es decir, catastrar cultores, prácticas, los conceptos detrás de esas prácticas. Todo eso está bien, pero ya partimos mal cuando se refieren a estas tradiciones como «el elemento». Y esto demuestra que el Estado no logra percibir que la Convención Unesco no es normativa, sino que un marco referencial. Y a ese esqueleto hay que ponerle nervios, sangre, musculatura, piel y carácter. Lo que genéricamente es «elemento», en cada país y área cultural debe nombrarse por lo que es, así podremos encontrar un lenguaje común para tender vínculos. De lo contrario, los patrimonios se objetivan, se transforman en cosas distantes y apartadas de su medio y naturaleza.
Micelio y memoria
La conciencia del patrimonio es lo que da cohesión y fortalece a una sociedad con herramientas de progreso y desarrollo. Se habla mucho de innovación y del valor de ser disruptivo, está muy de moda; son vocablos que medio mundo pone en su boca sin pensar demasiado cómo se hacen posibles. Por ejemplo, el convencional constituyente Ruggero Cozzi respondió hace unos meses en un programa de televisión que uno de los temas que defenderá en la Convención es el desarrollo sostenible y sustentable, con respeto y cuidado del medioambiente; pero al decir sostenible y sustentable antepone un discurso de la empresa privada frente al asunto, y no considera algo que tenemos a la mano, y es que los pueblos originarios son los que mejor gestionan el medioambiente. Innovador y disruptivo sería crear algo a partir de los puentes que se puedan tender con quienes son depositarios de las culturas ancestrales.
Quizás nuestra suerte esté ligada a lo que Luis Oyarzún recoge en su Defensa de la Tierra, y es que el chileno tiene un odio histórico al árbol. Actividades mineras, de extracción maderera, han barrido con bosques, matorrales y arroyuelos. Y la vida de un árbol es tan desdichada como la nuestra. Los bosques, cada vez más diezmados, tienen mucho que enseñarnos. Hay una comunicación entre las especies no solo con sus aromas y formas visibles al ojo humano. Bajo el suelo existe una red finísima y poderosa llamada micelio, filamentos que se extienden a partir de la germinación de las esporas de los hongos, y que comunican y retroalimentan a todas las especies del bosque. Si un árbol enferma o es talado, otros envían nutrientes a través de esta red para que sane o regenere. Hay incontables toneladas de micelio bajo el suelo del planeta, su funcionamiento es análogo a la red neuronal del cerebro o al internet. Y si vemos hongos en un bosque, es la prueba palpable de la riqueza del micelio bajo él. Y si tras un incendio aún queda micelio, el bosque renacerá.
La diversidad de hongos es amplísima. Sin ellos los bosques no podrían regenerarse, ya que ellos favorecen la descomposición de las propias materias que generan. Los seres humanos los hemos utilizado como alimento, veneno, alucinógenos. Y en Chile, genéricamente los llamamos «callampas», despectivamente. Las callampas se pateaban si aparecían en el camino; había poblaciones callampa, y todo a lo que no se le reconoce mayor mérito, vale callampa. Y los patrimonios parecieran tener la misma consideración.
Pero resulta que los patrimonios sí son callampas. Cada vez que reconocemos uno, significa que hay un sustrato invisible y de alta riqueza que lo hace posible. La memoria es ese sustrato, es nuestro micelio, la que nos alimenta y mantiene comunicados a nivel óntico unos con otros, con la historia, con el porvenir, con los ancestros, y con los símbolos y arquetipos cuya energía despierta lo inesperado en cada uno para saber que somos miembros vivos de este planeta. Somos un bosque humano que vivimos en un país con una enorme riqueza cultural, pero sin memoria. Nosotros mismos nos hemos cercenado y hemos dejado de sentir que este mundo nos pertenece y pertenecemos a él, y dejamos de aprender a conocernos: no sabemos quiénes somos. Si no nos sentimos parte de algo, nada nos obliga a comprometernos, y caemos en el vacío, sin raigambre ni identidad.
Fuimos despojados de nuestra historia de modo brutal y cobarde; y este país lo hemos vivido dolorosamente ajeno por ignorar nuestras raíces, esas que el micelio de la memoria interconecta. Así (nos) perdimos; «el idioma del agua / fue enterrado, las claves se perdieron / o se inundaron de silencio o sangre»[1]. Pero el corazón puede más que la razón y la fuerza, de ahí viene la resiliencia:
No he olvidado ni he muerto.
Soy el árbol de Enero
en la selva quemada:
la llama cruel que bailó en el follaje,
tal vez se fue, se fue la quemadura,
la ceniza voló,
se retorció
en la muerte la madera.
No hay hojas en los palos.
Sólo en mi corazón las cicatrices
florecen y recuerdan.
Soy el último ramo del castigo[2].
Si pudiésemos recuperar las claves y el idioma del agua, quizás podríamos escuchar qué dicen las cenizas en el río Perquilauquén cuando en este país la Dignidad era una Colonia. Sabemos leer y escribir, pero no comprendemos lo que leemos, y creemos saber lo que escribimos. ¡Para qué más!, si con eso alcanza para lo que nos quieren. Si pudiésemos volver a aprender a leer la naturaleza y a escribir en ella con nuestras acciones, despertaría el corazón para educarse. ¿Cómo? El corazón se educa en la belleza insospechada, y ese arte formativo es el impulsor de los cambios. Un pueblo con el corazón cultivado es más peligroso que un pueblo armado. La expresión popular, de esta manera, evidencia la injusticia con un testimonio que sobrevive al tiempo y la mala memoria. Así cae la semilla en el bosque, así se densifica el micelio bajo nuestros pasos, así conservamos el agua en el tronco de nuestro ser:
En plena muchedumbre, a pleno cielo,
nos recordamos a nosotros mismos,
al íntimo, al desnudo,
al único que sabe cómo crecen sus uñas,
que sabe cómo se hace su silencio
y sus pobres palabras.
Hay Pedro para todos,
luces, satisfactorias Berenices,
pero, adentro,
debajo de la edad y de la ropa,
aun no tenemos nombre,
somos de otra manera.
No sólo para dormir los ojos se cerraron
sino para no ver el mismo cielo.
Nos cansamos de pronto
y como si tocaran la campana
para entrar al colegio,
regresamos al pétalo,
al hueso, a la raíz semisecreta
y allí, pronto, somos aquello puro y olvidado,
somos lo verdadero
entre los cuatro muros de nuestra única piel,
entre las dos espadas de vivir y morir[3].
Recordándonos, nos pertenecemos. En este sentido, el único derecho de propiedad que es necesario y urgente hacer valer es que pertenecemos a la vida, somos de la tierra; lo demás es ideología naturalizada de quienes detentan el poder y definen la economía. Si no hay respeto al espíritu comunitario, se paga caro, una y otra vez. La falta de cultura y de una educación adecuada hizo que desde los sucesos del 18 de octubre de 2019 a la fecha saliera lo peor de nosotros no sólo en acciones vandálicas, sino que sobre todo en las acciones y medidas del gobierno y de la torpeza de la clase política con un acuerdo inmoral en cuanto trataba de cooptar un proceso constituyente, algo que felizmente no ocurrió.
Fidel Sepúlveda siempre se refirió al patrimonio como una presencia, ¿presencia de qué? Es el tiempo, porque nosotros, los seres humanos, somos tiempo; lo que creamos y formamos se da en el tiempo. Es el tiempo pasado en el presente, el futuro en el presente, el presente en el presente, aquí y ahora. Y el patrimonio marca la presencia de nuestro ser, del ser de una comunidad en nuestras regiones, en nuestros barrios y del país. ¿Y cómo lo hacemos? Siguiendo siempre a Fidel Sepúlveda, con una levadura que se llama «sentido crítico», eso es lo que ha permitido que una tradición sea tradición. La ciencia es una manera de formar pensamiento crítico en nuestros niños y jóvenes; la sensibilidad estética alienta la capacidad de asombro; el cuidado y conocimiento del cuerpo nos pone a tono con sus posibilidades, el arte de saber hablar nos sitúa en el eje de los cambios. Quien no esté dispuesto a cambiar se niega a la presencia dinámica de los patrimonios: vino nuevo en odres viejos no sirve, porque se revienta, se pierde el odre y se pierde el vino. Hoy existe vino nuevo que requiere de odres nuevos, pero del mismo viñedo que heredamos del padre, abuelo, bisabuelo y tatarabuelo.
Los patrimonios no son «elementos» aislados, sino que organismos vivos y vitales que emergen de una red, un tejido social, económico, ecosistémico y cósmico, generando áreas y complejos culturales. Hablamos de personas, comunidades, y de estas como agentes orgánicos en la naturaleza y en la memoria. Por lo tanto, la salvaguardia, si en verdad lo es, debe inyectarse en esa red invisible, nutrirse en la base, en los fundamentos, no caer desde arriba, porque no echará raíces; debe nacer en el alma de lo que se quiere cuidar, en la mente y el espíritu de nuestra sociedad, en el sistema circulatorio de la educación, de modo que no sea simplemente uno de tantos saludos a la bandera para cumplir no más que con una convención que tiene rango constitucional, como es la Convención Unesco.
Si el patrimonio es parte de nuestra vida, ¿el Estado debe darle dignidad o respetar una dignidad que lo antecede? Ese es el punto. La innovación vendrá si se educa desde el contexto propio; una clase de biología no puede ser igual en Chañaral que en Valdivia. La educación en el buen vivir y la identidad no puede marginarnos de nuestros propios entornos y sus historias. Así, el campo de lo patrimonial será una instancia de sanación colectiva en relación con la crisis y la urgencia, como lo manifestó la mexicana Adriana Molano en el último Seminario Internacional de Patrimonio Cultural Inmaterial, porque este ámbito tiene la capacidad de resiliencia, resistencia y de reconciliación al reconstruir el tejido social en sus distintas capas. La igualdad social no surge de una misma educación para todos, sino de generar modelos de educación en contextos propios y en diálogo con los saberes del otro. Como ella misma lo dice: «Soltar los lazos del corazón para tejernos como comunidad».
Lo anterior no se dará sin maestros que hayan dejado de ser profesores mediadores y se dediquen a formar personas, almas, carácter. Que sean parteros de lo que se gesta en cada joven, en el propio medio en que viven, y así recojan problemáticas y creen sus propios procesos de aprendizaje, y los alumnos logren pensar las soluciones en el mundo profesional el día de mañana. La única vinculación con el entorno que hoy existe está enfocada en lo mercantil, se orienta hacia el mercado del trabajo. El sistema educacional desterritorializa, no arraiga. Y esto no es primera vez que se dice, ni la última. La lección hay que repetirla una y mil veces.
Esperanza en la Convención Constitucional
Necesitamos encontrar una fe perdida, volver a creer. Falta construir confianzas. Y esta priorización política debe darla la Convención Constitucional. Si no, al carajo todo. Puras palabras. Esa fe pasa por la garantía de que todos seamos alimentados, en cuerpo y mente. El alimento nos llama a ser soberanos, a generar gobernanza. Quien puede producir su alimento fortalece su autonomía y libertad. Si solo tenemos gobernabilidad, aceptaremos no más que una clase política defina nuestras necesidades a cubrir.
Ahora que el proceso constituyente comenzará la redacción de nuestra Carta Fundamental, se impone un desafío de máxima importancia al abordar el patrimonio, porque son nuestros bienes y herencias culturales. Es un desafío que va más allá de plantearlos como derechos. Es altamente estratégico para lo que nos toque de aquí en adelante, porque la Convención deberá generar los cauces discursivos que permitan un articulado donde abreven las futuras leyes que efectivamente entreguen herramientas para la creación de políticas públicas capaces de abordar el patrimonio cultural inmaterial vinculado al medio ambiente, el desarrollo y la cohesión social, la educación, y la experiencia de los pueblos ancestrales, fuera de toda lógica depredatoria y economicista, y a resguardo de poderes fácticos e imposiciones ideológicas.
En la actual Constitución, el CAPITULO III: DE LOS DERECHOS Y DEBERES CONSTITUCIONALES. Artículo 10°: El derecho a la educación, dice:
Corresponderá al Estado, asimismo, fomentar el desarrollo de la educación en todos sus niveles; estimular la investigación científica y tecnológica, la creación artística y la protección e incremento del patrimonio cultural de la Nación.
Fomentar y estimular son acciones que están lejos del compromiso que se requiere en cuanto a seguridad y garantía. Ahora bien, la Ley n° 17.236, sobre normas que favorecen el ejercicio y difusión de las artes, recoge la noción de patrimonio cultural, pero se centra en lo material, como edificios y museos. La indicación sustitutiva a esa ley que ha impulsado el actual gobierno integra el patrimonio cultural inmaterial, aunque sin salirse de los verbos destacados a inicio de párrafo.
La ambigüedad de la Constitución del 80 deja a discreción dónde se ponen los énfasis, prioridades y recursos, quedan en suspenso. La indicación sustitutiva, que es el caballito de batalla del actual subsecretario de Patrimonio, Emilio de la Cerda, y que está en discusión en el Senado todavía, no resuelve la disociación entre patrimonio-memoria-historia, Estado-comunidades-sociedad.
Por lo demás, aprobar un proyecto de ley de patrimonio cultural que no reconoce la riqueza de sus tesoros humanos y de sus modos de vida con un acto vinculante más allá de un diploma y un cheque, entregado sólo por una vez y como gran cosa, sin ver por su salud y condiciones de vida, cuando muchos de ellos viven una vejez vulnerable; y, asimismo, no eleva el estatus sociocultural de nuestros cultores, sin que haya un compromiso educacional que garantice el respeto, cuidado, cultivo y enriquecimiento del alma de Chile, hoy y hacia el futuro; todo esto es permitir una política que tiende a cosificarlos en un altar laico, segregados, la más sutil e impersonal negación de la libertad de su ser, que es nuestro ser también.
Creer que se socializa un proyecto de ley exponiendo sus tecnicismos ante un conglomerado citado para ello es no entender de parte de la cartera ministerial que sus funcionarios son empleados de las comunidades, de los ciudadanos de este país; y lo primero que deben hacer es conocer a las personas y sus prácticas, y recoger lo que estas personas y comunidades están requiriendo, y dejar de mandarse correos electrónicos con determinadas empresas y ejecutivos que representan intereses muy particulares, creyendo que ellos son los que mejor saben lo que le conviene a Chile.
Si patrimonio somos todas las comunidades, la memoria común, antes que una ley de patrimonio, hay que conversar con las cartas sobre la mesa y en igualdad de condiciones para hacer valer las voces de las comunidades, que son quienes saben lo que debe tener esa ley. Por lo tanto, esa indicación sustitutiva que está en el Senado no debe ser ley. El nuevo marco constitucional es el que tiene que dar la nueva priorización política.
Como dije, se habla mucho de la innovación y de la disrupción, como si eso nos llevara a la primera línea del desarrollo con las fintechs y startups. Para las culturas precolombinas el futuro estaba atrás. La originalidad de las creaciones humanas radica en que han bebido del origen. Resolver constitucionalmente el patrimonio cultural pasa por su vinculación con la memoria y su relato, y por los puentes entre Estado, sociedad y comunidades. Y va muy de la mano con el sistema educacional donde debe inyectarse, la interdisciplinariedad en las artes y un modelo económico que privilegie el desarrollo de la inteligencia humana para resolver problemas y crisis de todo tipo. Eso es lo que nos dará crecimiento a largo plazo.
Por estas necesidades expuestas, el Estado no puede tener un rol subsidiario. Debe asumir protagonismo, definir los marcos regulatorios para el desarrollo cultural, bajo el reconocimiento de la diversidad de raigambres identitarias, así como la correlación y unidad de cuerpo, mente y medioambiente, garantizando las condiciones para ello, fundamentalmente, a través de la educación en todos sus niveles; estimulando la formación, la investigación científica y tecnológica, la práctica y excelencia de los deportes, la creación artística y la protección e incremento del patrimonio cultural de todos los pueblos de la nación, incluida la enseñanza formal de sus lenguas, además de su difusión; de modo tal que se asegure, por parte del Estado, su compromiso y responsabilidad, en el establecimiento de políticas y el financiamiento de las mismas en diálogo abierto y vinculante con todos los ciudadanos. Ese debería ser el piso sobre el cual se creen las leyes y reglamentos para las próximas décadas en cuanto a patrimonio se refiere.
Notas
[1] Neruda, Pablo. «Amor América (1400)», vv. 16-18. Canto General. I. La lámpara en la tierra.
[2] Neruda, Pablo. «A mi pueblo, en Enero». En Negaciones y regresos (1959).
[3] Neruda, Pablo. «No es necesario». En Memorial de Isla Negra.