Fidel Améstica hace una critica de la última pelicular de Pablo Larraín, El Conde, y como el director nacional narra una historia de fantasía que desarrolla la vida de Augusto Pinochet, en la que por medio del lenguaje audiovisual nos muestra caras del ex dictador en forma de sátira.

Por Fidel Améstica- Me ilusioné. Lo confieso. Con ese título, «El Conde», era una chance para fantasear con los arquetipos monstruosos de Chile. Vale en todo caso el arrojo de su director, Pablo Larraín, de coger al tirano y chasconearlo en clave vampiresca.

No deja de ser gracioso verlo con su traje de gala elevarse por un mundo oscuro o arrastrando las chanclas con un burrito; o diciendo «he cometido errores… de contabilidad», «le juré lealtad y al día siguiente… lo traicioné». No cabe duda de que el arte actoral se cobra una pequeña venganza también, y saca aplauso.

Como fantasía a partir de elementos de los anales históricos, hay mérito. Y en ese mismo mérito, una disonancia en la representación cinematográfica. Si es una forma de capturar la monstruosidad de Pinochet como un chupasangre, que lo fue, el modo en que resuelve lo aísla como una caricatura débil en relación con dimensiones más terroríficas de esa misma monstruosidad.

Su mundo de ultratumba es un espacio de retiro en la opacidad crepuscular, acentuada por el uso del blanco y negro; sin más habitantes que el matrimonio infernal y el adlátere Krassnoff devenido en mayordomo y amante guata de perro de su ama. Luego llegarán los buitres de sus hijos con la esperanza de la herencia.

Siempre es tentador trapear el piso con la imagen de quien dañó a un país completo; más en una comedia negra. Y en este caso, como en el tenis, teniendo la pelota lista para la volea, pega en la red. Con parodia y todo, Pinochet queda aislado de la sociedad que lo hace posible.

Recordemos, y así lo muestran las investigaciones, que no fue él quien ideó el golpe, es más, se subió al último, por lo que tuvo que mostrar más dureza que todos para demostrar poder y adueñarse, finalmente, de lo que un grupo llamó «la gesta del 11 de septiembre». Sin contrapesos, otro cuento es su enriquecimiento, una veta que no agotan aún las indagaciones de la historia. Lo siniestro y lo feroz de su carácter están más ligados al oportunismo que a la premeditación.

Para que surja un personaje como este, de la banalidad al terror, de la insignificancia al retrato sonriente, debe existir un caldo de cultivo en la sociedad, en el orden en el cual esta se tensiona. Si Augusto Pinochet se erige en bestia, la mayor monstruosidad entonces reside en el mundo que le tocó vivir, en la clase social que promueve la sedición, misa mediante, y en los estratos que terminan siendo aplastados. Hay algo enfermo entre nosotros, y es de paje a rey.

El Pinochet de la película viene de antes de la Revolución Francesa, se afinca en Chile con aversión a las revoluciones. Pero hay más de conde (o por lo menos de marqueses) en la misma prosapia de los Larraín, tan vinculados a los sucesos de Chile desde antes de la independencia, para bien y para mal. Su sentido de la aristocracia se liga a frases como «al gobierno hay que apretarlo hasta hacerlo gritar», reciente enunciado de don Carlos que, de seguro, en su percepción, son palabras más patriotas que sediciosas.

Ver también:

El personaje como constructor de realidad

El mundo bestial que genera vampiros como Pinochet con su séquito de imbunches ( ser de la mitología mapuche y de la mitología chilota) no se ve por ningún lado en la película. Ni señales de la cueva de Salamanca que todavía nos raya la cancha.

Hay códigos que, al parecer, Pablo Larraín no maneja, y que sí desnudaron en sus obras José Donoso, en la novela, y Armando Uribe en la poesía.

Pienso en «Bastardos sin gloria». Ahí, Tarantino fantasea con la muerte de Hitler en un cine gracias a la explosión de una bomba, bomba que en la vida histórica jamás resultó. Así como existe la suerte del curao, también hay que tomar nota de la suerte del tirano. Pero una bomba en el cine… ¡Gran metáfora! El cine mató todo mesianismo y escatología nazi, siendo que los propios nazis promovieron el séptimo arte, con propaganda y todo. Y Tarantino, en su estilo, saluda esa gesta tanto de grandes películas como de bodrios del celuloide.

Conclusiones

Si Pablo Larraín hubiera apostado a claves zombi, puede que por ahí le saliera. Si Pinochet hubiese muerto en el filme merced a las mordidas zombis, ahí hubieran desfilado Larraínes, Piñeras, Mattes, y todos los que sabemos. Pero no maneja los códigos de nuestros monstruos mitológicos, terrores que siempre acechan nuestra psique.

Erró el tiro nomás. Pinochet es difícil tomarlo con éxito. Se ha intentado cogerlo desde el juicio moral, como un monstruo, un personaje siniestro… Son moldes solamente, y quiérase o no, sigue siendo un ser humano, por lo cual la mejor hebra que ofrece son sus propias palabras. Desde ahí hay que cogerlo, desde sus propias palabras, no de las imágenes que nos hemos hecho de él. Puede que nos llevemos más de una sorpresa, una carcajada y hasta un espanto que aún desconocemos.

En general, las tiranías se imponen a bota y fusil, pero el verdadero tirano entra por los poros, sin que nadie se dé cuenta; y en razón de esto último es que necesitamos en imperativo categórico la energía y creatividad de nuestros artistas y poetas, y eso incluye a Pablo Larraín.

Cristóbal Cox

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