Por Pedro Barría.- Los derechos humanos, proclamados en 1948, son un mínimo común ético-político para asegurar la dignidad de todas las personas. Tras los horrores de la conflagración mundial se detallaron los derechos civiles y políticos; luego los derechos económicos, sociales y culturales; y así sucesivamente, nuevas generaciones de derechos.
Inicialmente su potencial violación se atribuyó solo a los Estados. Hoy, agentes potenciales violadores son muchos: las compañías transnacionales, los grupos terroristas, supremacistas, irredentistas o cualquier persona o grupo que ejerza su poder abusando de personas vulnerables e indefensas.
Restringir el agente violador solo al Estado, y calificar acciones violentas y abusivas de privados como simples delitos, permitiría dejar actos atroces fuera de la regulación para los crímenes de lesa humanidad, que son imprescriptibles y perseguibles en cualquier país. Así, un grupo de supremacistas blancos que secuestrara, torturara y matara a gente de color, no estaría cometiendo una violación de derechos humanos sino un delito común.
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Hace más de 8 décadas, Pedro Aguirre Cerda postulaba a la Presidencia bajo los lemas “Pan, Techo y Abrigo” y “Gobernar es Educar”. Recién ahora, una nueva Constitución podría consagrar, por primera vez, el derecho a la vivienda y diversos derechos sociales. Pero su vigencia real no solamente depende de los recursos económicos para asegurarlos, sino principalmente de un ambiente de paz social, concordia y seguridad, que permita efectivamente su ejercicio. Este no es factible si las personas malviven en constante inseguridad y el Estado no es capaz de crear y sostener un clima vivible, como está ocurriendo hoy en Chile.
Nuestra seguridad es diariamente desafiada con acciones delictuales crueles, violentas, con nuevos métodos como portonazos, alunizajes, encerronas, baleos en centros comerciales, balas locas y crímenes por encargo. No existe derecho a la libertad personal, a la propiedad, a la integridad física e incluso a la vida para las víctimas.
La orgía violenta de los viernes en el centro de Santiago arrasa con todo lo que enfrenta. Para los pequeños comerciantes, los destrozos e incendios de sus negocios, hace de los derechos de propiedad y a la integridad física una quimera. Para sus trabajadores, el derecho al trabajo desaparece.
El copamiento territorial de barrios y poblaciones por el narcotráfico, con exhibición ostentosa de su poderío de fuego, impone la ley del miedo y cobra víctimas inocentes con las balas locas de sus enfrentamientos o celebraciones.
Contribuye a este clima tóxico, la diaria violencia y el terrorismo en la Macro Zona Sur, con territorios donde el Estado (fiscales, jueces, policías y altas autoridades) no puede entrar y actos violentos y crueles arrasan con propiedades, instrumentos de trabajo y vidas humanas.
No aporta a la superación de este clima tóxico el eufemismo de algunas autoridades o dirigentes que eluden calificar de terrorismo al terrorismo, y de condenar la violencia delictual sin sentido, demostrando falta completa de empatía con las víctimas de la barbarie. Es de esperar que la condena tajante de la violencia por el Presidente Boric implique que nunca más una de sus Ministras sea ambigua, teniendo que desmentir displicentes declaraciones a las pocas horas. Ni el terrorismo ni la violencia son una política de Estado como fueron bajo la dictadura y todas las autoridades deben alinearse en una sincera, sentida y tajante condena. Si el Estado deja de cumplir su obligación – brindar seguridad y paz a las personas—su existencia pierde sentido y podrían aparecer nefastos métodos como secuestros, grupos que vendan protección o que promuevan el armamentismo privado y la autodefensa.
La historia muestra que en dictadura los aparatos represivos no siempre persiguen a los opositores. Para sembrar el miedo y la inseguridad en toda la población, también actúan contra no opositores. Entonces, resulta una paradoja que en Chile democrático, muchas personas sientan amenazada su vida o integridad no por la acción de aparatos represivos dictatoriales, sino de violentistas y terroristas. Sus víctimas potenciales no saben cuándo ni de dónde va a venir el golpe.
Este clima no puede superarse solo con constituciones o leyes, sino, principalmente, con un cambio de actitud y conducta de los actores políticos y sociales, que tienen la obligación de pasar de ser meros cabecillas a transformarse en verdaderos líderes.
Ellos deben pensar en el efecto espejo de sus actitudes y conductas en niñas, niños y adolescentes en formación. No sirve que la educación formal y familiar les transmita respeto por los demás, tolerancia, saber escuchar, dialogar y no imponer, si ven que los dirigentes del país hacen lo contrario.
Si niñas, niños y adolescentes viven en un ambiente diario de confrontación, inseguridad y violencia verbal y física, probablemente llegaran a considerar legítimas esas conductas. Si varios representantes en el Parlamento o en la Convención actúan como una barra brava, con gritos, pullas, pitos, carteles, lienzos y globos, estarán desprestigiando la dignidad del órgano que integran y transmitirán el mensaje que las formas no importan, que se puede actuar igual en un carnaval, como en el ejercicio digno de una representación para la cual fueron elegidos por el pueblo.
A la ineficacia en seguridad del Estado, se suma un ambiente de confrontación social y política, carente de canales y puentes de comunicación entre los distintos actores.
Nuestra crisis es relacional y su causa principal es la ausencia de la política, que dejó desatendida la articulación de intereses diversos y contradictorios, el procesamiento y resolución colaborativa de los conflictos y la educación y formación política de los militantes y de ciudadanas y ciudadanos.
No son las organizaciones sociales, los colectivos, ni las entidades temáticas identitarias las llamadas a procesar los conflictos de la sociedad, porque ellas están identificadas y comprometidas con una parte de la realidad, defienden sus intereses corporativos y no tienen entre su fines propender al bien común de la sociedad. Su papel –y no es ilegítimo que lo sea—es bregar por sus reivindicaciones que, por justas que sean, no representan y acogen a toda la sociedad civil.
Una sociedad no vive ausente de conflictos. Los tiene y graves en diversas áreas. Lo que la califica como una comunidad en convivencia –no en mera coexistencia- es haber pactado colaborativamente los procedimientos políticos no destructivos para su procesamiento y resolución y que ese pacto sea una norma de conducta universal voluntariamente aceptada y cumplida.
Es urgente el retorno de una política prestigiada, abierta, transparente, comunicativa, sensible, acogedora, pedagógica y terapéutica. Su existencia no depende solamente de sabias instituciones, sino también de las actitudes y conductas de los líderes de los partidos de actuar como tales y, dentro de una legítima confrontación y debate de ideas, colaborar sobre todo para la protección de los más vulnerables. Solamente así puede edificarse una cultura política de paz que urgentemente Chile necesita y que es promovida desde Naciones Unidas:
“La transformación de la sociedad desde una cultura de guerra a una cultura de paz, es quizás el cambio más radical y de largo alcance en toda la historia humana. Todos los aspectos de las relaciones sociales –moldeadas durante milenios por la cultura de guerra dominante– están abiertos al cambio, incluyendo las relaciones entre naciones y entre mujeres y hombres. Desde los centros de poder hasta las aldeas más remotas, todos pueden verse comprometidos y transformados en este proceso” (David Adams, Director del Año Internacional para la Cultura de Paz y la No Violencia de la ONU, 2000).
Pedro Barría Gutiérrez es abogado y mediador, miembro del Club del Diálogo Constituyente