Opinión

Trump y el cerco a Venezuela: ¿a fuego lento?

El politólogo Daniel Urbina analiza el escenario de Venezuela frente a la arremetida del presidente de EEUU y las variables en el tablero.

Por Daniel Urbina.- Durante las últimas semanas las tensiones entre Estados Unidos y Venezuela se han intensificado, pero esta vez el ruido de sables viene acompañado de acero y pólvora real. El despliegue militar en las inmediaciones del país caribeño ha dejado de ser un ejercicio rutinario para convertirse en una demostración de fuerza sostenida frente a un régimen que Washington lleva años intentando doblar sin lograr quebrarlo.

Desde el desembarco del buque de asalto anfibio USS Iwo Jima en agosto hasta la llegada del enorme portaaviones USS Gerald R. Ford en noviembre, la operación Southern Spear ha movilizado una decena de navíos, entre 12.000 y 15.000 tripulantes, drones, misiles de largo alcance y al menos un submarino frente a las costas venezolanas. No es poca cosa para un país que, al menos sobre el papel, no se encuentra en guerra abierta con Estados Unidos.

Donald Trump, que en su discurso de investidura vinculó la “guerra al narcotráfico” con su ofensiva contra la migración irregular, parece haber decidido ir más allá de la retórica en este segundo mandato. Sin embargo, conviene no perder la memoria reciente: en 2019, durante su primera administración, declaró su apoyo al entonces “presidente encargado” Juan Guaidó y permitió que su asesor John Bolton se paseara con la famosa libreta donde se leía “5.000 tropas para Colombia”. La frase incendió los titulares del mundo entero, hizo creer a algunos que una invasión era inminente y, sin embargo, nunca se concretó.

Lo que se juega hoy no es solo la intensidad de la presión sobre Caracas, sino la credibilidad de un presidente que ya ha amenazado antes sin rematar la jugada. De ahí surgen tres preguntas inevitables:

  1. ¿Qué más puede obtener Estados Unidos del régimen venezolano mediante estas maniobras intimidatorias, más allá de lo ya arrancado con sanciones, reconocimiento a la oposición y acuerdos puntuales?
  2. Después de un despliegue tan abultado, ¿es políticamente rentable para Trump echar marcha atrás sin algo que presentar ante su base como “victoria”?
  3. ¿Qué es realmente lo que quiere Trump de Venezuela en este momento y qué lo motivó a tomar estas medidas ahora, y no antes ni después?

A primera vista, el cuadro parece el de una estrategia de asfixia calculada, inspirada más en los manuales de guerra psicológica y de agotamiento que en la épica de la invasión relámpago. La máxima de Sun Tzu —“someter al enemigo sin luchar”— encaja con la imagen de un Trump que, rodeado de asesores del Pentágono, la CIA y el Departamento de Estado, explora hasta qué punto puede forzar concesiones sin disparar el primer tiro.

Dentro de este dispositivo de presión se mueve un elenco de figuras clave:

  • Marco Rubio, ex senador de Florida y actual secretario de Estado, es uno de los rostros más visibles de la línea dura hacia Venezuela dentro del Partido Republicano. Su función es mantener el tono maximalista —“no se negocia con dictadores, se les derroca”— y servir de recordatorio de que la Casa Blanca tiene respaldo político para subir la apuesta.
  • Richard Grenell, exembajador y operador político cercano a Trump, fue designado como enviado especial a Venezuela. Encarnó una línea más pragmática: interlocutor en conversaciones discretas con emisarios de Nicolás Maduro, participó en gestiones para canjes de prisioneros y regresó con seis ciudadanos estadounidenses liberados. Su rol sugiere que el “cerco” no excluye canales secretos de comunicación.
  • Tulsi Gabbard, convertida en Directora Nacional de Inteligencia, habría ordenado reducir la distribución de ciertos informes sobre Venezuela y despedido a dos altos funcionarios del Consejo Nacional de Inteligencia. Estos despidos se produjeron tras un informe que cuestionaba los argumentos de la Casa Blanca para activar la ley de enemigos extranjeros contra foráneos presuntamente vinculados al Tren de Aragua.

El mensaje implícito es claro: se busca alinear la comunidad de inteligencia con un relato que conecte migración irregular, delincuencia transnacional y el rol de Venezuela como santuario de organizaciones criminales.

En paralelo a estos movimientos internos, la administración ha ido estrechando el marco jurídico y simbólico en torno a Caracas. El 24 de noviembre entró en vigor la designación del llamado Cartel de los Soles —esa nebulosa de militares y civiles vinculados al chavismo acusados de narcotráfico— como organización terrorista extranjera. Este paso no solo refuerza la narrativa que iguala régimen y crimen organizado, sino que abre la puerta a una gama más amplia de herramientas legales: desde confiscaciones y acciones financieras hasta, en teoría, operaciones encubiertas o el uso de la fuerza contra quienes se considere parte del entramado.

Al mismo tiempo, el Departamento de Estado ha colocado a Venezuela en la categoría 4 de su sistema de alertas de viaje, desaconsejando a sus ciudadanos desplazarse al país por ningún motivo, citando riesgos de secuestro, detención arbitraria, tortura y otras prácticas. Se trata de capas de aislamiento que van mucho más allá del gesto simbólico: configuran a Venezuela como un espacio oficialmente etiquetado como peligroso, inestable y cercano al estatus de “Estado paria”.

El componente militar de este cerco tampoco se queda en la superficie. Los ejercicios y patrullajes en el Caribe y el Atlántico cercano han dejado un saldo de al menos 22 embarcaciones hundidas o interceptadas hasta el 22 de noviembre, muchas de ellas sospechosas de participar en rutas de contrabando o narcotráfico. La operación Southern Spear se presenta así como una campaña destinada a cortar las venas marítimas que alimentan tanto las finanzas ilícitas como los canales de escape del régimen y sus aliados.

El mensaje es doble: hacia adentro de Estados Unidos, se vende como una muestra de que Donald Trump “por fin está haciendo algo” concreto contra el narcotráfico que alimenta la violencia y la migración; hacia afuera, se afirma que Venezuela ya no controla realmente sus aguas ni sus cielos, y que su soberanía está condicionada a la buena voluntad de una superpotencia irritada.

Los precedentes históricos refuerzan la inquietud, aunque no la convierten en destino inevitable. El golpe a la Panamá de Noriega (1989-90), la invasión a Granada en 1983 o la larga sombra del ajusticiamiento de Trujillo en República Dominicana (1961) recuerdan que Washington conoce el repertorio que va desde la presión económica y diplomática hasta la intervención militar directa o el apoyo encubierto a golpes palaciegos.

La diferencia, en el caso venezolano, es que el costo de una invasión abierta sería hoy mucho mayor: por la presencia de actores externos como Rusia, China e Irán; por el peso simbólico que tiene Venezuela en el imaginario de buena parte de la izquierda latinoamericana; y por la propia fatiga de guerra de la opinión pública estadounidense tras décadas de aventuras fallidas.

En este contexto, ¿qué puede obtener realmente Trump del cerco sin cruzar la línea de la invasión? En lo inmediato, concesiones arrancadas bajo presión: liberación de presos estadounidenses, cooperación limitada en control de rutas ilícitas y repatriación de deportados venezolanos, ciertas garantías electorales que permitan a Washington mostrar que forzó al chavismo a aceptar reglas menos amañadas.

A mediano plazo, la Casa Blanca podría aspirar a algo más ambicioso: fracturar las lealtades internas dentro del chavismo, elevar el costo personal para figuras clave —militares, empresarios, operadores políticos— y forzar una transición pactada en la que el núcleo duro de Nicolás Maduro se vea obligado a negociar su propia supervivencia jurídica y económica.

Eso nos lleva a la segunda pregunta: con semejante despliegue de barcos, aviones y discursos inflamados, ¿puede Trump darse el lujo de retirarse sin algo que mostrar? Políticamente, la respuesta parece ser no. Una marcha atrás sin resultados tangibles alimentaría la narrativa de sus críticos, que ya lo acusan de teatralizar la fuerza sin capacidad para sostenerla, como en 2019.

De ahí que la búsqueda de una “victoria vendible” se vuelva crucial. No tiene por qué ser un cambio de régimen inmediato; bastaría, quizá, con un acuerdo presentado como capitulación parcial del chavismo: concesiones electorales, ruptura de vínculos con determinados aliados incómodos o un paquete de reformas que se pueda maquillar como triunfo de la presión trumpista.

La tercera pregunta —qué quiere realmente Trump— obliga a mirar simultáneamente hacia Caracas y hacia Ohio, Florida o Texas. En el plano geopolítico, Venezuela es un tablero donde se cruzan intereses energéticos, rutas ilícitas y competencia con potencias rivales.

Mientras tanto, en el otro lado del tablero, el chavismo intenta proyectar una imagen de control y serenidad. Diosdado Cabello ha confirmado que hubo conversaciones entre Maduro y Trump, pero se ha empeñado en restarles importancia, asegurando que todo lo que se comenta sobre salidas pactadas o condiciones de rendición no son más que especulaciones.

En medio de este ajedrez de barcos, sanciones y discursos, la oposición venezolana vive su propia paradoja. El reconocimiento internacional, la presión contra Maduro y la narrativa de cerco conviven con una realidad interna de fragmentación, desgaste y desconfianza ciudadana.

La concesión de un Premio Nobel de la Paz consolida a María Corina Machado como un rostro para el relato internacional y vuelve a sacar a la palestra una crisis que con frecuencia es pasada por alto si se la compara con otros escenarios globales.

Alvaro Medina

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